No recuerdo cuándo empezó mi pequeña obsesión por el Tíbet. Desconozco cuándo comencé a sentirme atraída por su religión, su cultura y su historia. No sé si mi interés llegó de repente -a partir de una fotografía, de un libro, de una historia- o fue gradual, pero el caso es que una parte de mi cerebro siempre ha estado fantaseando con viajar allí y, mientras no podía satisfacer esa fantasía, me contentaba con leer sobre budismo o con asistir a cursos de historia y cultura tibetana.
Cuando planeé este viaje, mi idea era visitar ese país al que llaman el techo del mundo. De hecho, Tíbet era el final perfecto para mi viaje soñado por Asia. Pero entonces no sabía que para entrar en esa zona de China necesitaba un permiso muy caro y pagar a un guía para que me enseñara el país. El viaje por el Tíbet superaba mi presupuesto de 300 euros mensuales con creces, así que me conformé con poner rumbo a Sichuan o a algún pueblo fronterizo con esa región del oeste de China. Pero entonces Nakui me invitó a pasar tres semanas con su família en un pueblo de Xiamen y, como una oportunidad como aquella no la podía desaprovechar, cambié otra vez mi rumbo. Esta vez en dirección totalmente opuesta a Tíbet.
En Taiwán ya me había conformado con la imposibilidad de viajar a Tíbet, pero al decidir de forma improvisada cruzar la frontera entre Nepal e India, de repente apareció un punto en el mapa que me acercó otra vez a ese país. Ese punto se llama McLeod Ganj o «El Lhasa de India» para los amigos. Pero en realida, este pueblo de dos calles repletas de comercios regentados por tibetanos, coches y vacas, poco tiene que ver con el Tíbet o, mejor dicho, con el Tíbet tal y como yo me lo imagino.
Entre tiendas de recuerdos, coches, turistas y restaurantes, aquí no hay espacio para todas aquellas imágenes apacibles que han entrado en mi cabeza durante las lecturas sobre Tíbet. Sin echárselo en cara a una gente que ha visto (lógicamente) en el turismo su única salida de un futuro incierto, este mes me he refugiado en el trabajo, en la tienda del blog, en los momos y en los libros. Cuando acabé el proyecto que me habían encargado, me vi libre, otra vez, para ponerme en marcha. Mi plan era estar hoy en Jammu, pero un inesperado Eid Mubarak (fiesta musulmana) hizo que la oficina de correos no abriera ayer en todo el día, así que me he visto obligada a quedarme un día más en McLeod Ganj, con todo el tiempo del mundo para decidir cómo quería invertir el día de hoy:
a. Una excursión por Dharamkot.
b. Día de lectura y dibujo en el balcón del hostal.
c. Visita matutina al templo del Dalai Lama.
He escogido la última opción, aunque ya había estado en ese lugar durante el aniversario del Dalai Lama: Un domingo en el que el templo se llenó de turistas indios y recorrer sus salas no era tan diferente a pasear por los pasillos de un museo del que no entiendes casi nada. Pero aunque no soy una persona muy intuitiva, algo me decía que si no volvía a visitarlo por la mañana, me perdería la esencia tibetana de Dharamsala.
Así es como hoy, a las seis de la mañana, tras comprobar con alegría que no llovía, he caminado la acusada bajada hacia el templo para, con alegría, observar que esta vez no estaba lleno de famílias de Punjab, sino de monjes y laicos haciendo sus rituales. En vez de visitar las salas del templo, que ya conozco, he decidido sentarme en un banquito de madera y observar sin molestar el espectáculo religioso.
Mientras comía el pan y el té mantecoso que me acababan de servir unas señoras muy risueñas, me he dejado llevar por la lectura rítmica, grave y vibrante de los monjes. Sin darme cuenta he pasado dos horas observando como los monjes leían la palabra de Buda. Había quienes lo hacían en voz alta, otros solo movían los labios y algunos intercalaban la lectura con cuchicheos a sus compañeros y algún mordisco al pan. «¿Cuándo acaba la oración?» le he preguntado a Sinchu, un chico que leía unos mantras a mi lado. «Cuando hayan leído todos esos libros», me ha contestado señalando una estantería de cristal abarrotada de más de cien libros que viajaron cargados en varios burros desde Lhasa.
He asentido con un asombro incrementado al ver, a mis espaldas, dos mujeres tibetanas que no parecían cansarse de postrarse ante la imagen de Buda. Unían sus manos y las llevaban a la frente y al corazón para luego arrodillarse y deslizar todo el tronco hacia el suelo. He contado más de diez postraciones, pero estoy segura que ya superaban las cien. Otros tibetanos se contentaban con hacer tres postraciones y continuar dando vueltas alrededor del templo recitando «Om mane padme um».
Parecía que no me iba a cansar nunca de observar a la gente, hasta que la invitación de Sinchu a dar una vuelta al templo y enseñarme las mejores vistas de Dharamsala me ha sacado de mi ensimismamiento. Después de un paseo observando las águilas y el estadio de criquet más alto del mundo, he vuelto al hostal. Aún debía reorganizar mi equipaje que, después de un mes en McLeod Ganj, se ha desparramado de forma incomprensible por la habitación.
Ya no me quedan (casi) obligaciones en Dharamsala. He terminado el proyecto, he enviado (casi) todos los encargos y he probado todos los platos del menú. Es hora de moverse. Cachemira y Ladakh me esperan. También sigue esperándome Tíbet. Continuaré soñando con ese país alejado del mundo que he tenido la suerte de atisbar una mañana en el templo de McLeod Ganj. Masticaré este recuerdo hasta que pueda, algún día, viajar por un Tíbet libre.
Epílogo: Me han informado en correos que el paquete debo enviarlo mañana a las 10 de la mañana. Me parece a mí que no quieren que me vaya a Cachemira, o que quieren que me pase otra mañana en un banquito de madera observando la vida en el templo.
Quina llastima no veure fotografies reals del que has vist, espero no ho oblidis i ens ho segueixis explicant tan i tan be com ho fas. Bon viatge!!
Però tinc unes fotos de Srinagar que t’encantaran…