Crónicas de una Argonauta

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Consejos para viajar a la India

¿Viajar a India es peligroso? ¿Es un destino difícil? ¿Y si no me gusta? Dicen que a India o la odias o la amas, pero yo creo que a India la odias y la amas (varias veces en un mismo día). Es un país de contrastes y de experiencias intensas y es por ello que no deja indiferente.

·  Para ayudarte a planificar tu viaje, en esta guía no solo te doy un montón de consejos para viajar a la India, sino que también responderé alguna de esas preguntas que te rondan por la cabeza y que yo también me planteé en su momento.

¿Estás preparada para comenzar el viaje?

Consejos para viajar a India

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Viajar sola

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¿Es seguro viajar sola y por libre a India?

Presupuesto de viaje

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¿Cuánto cuesta un viaje a India?

Recomendaciones para viajar a la India

· Documentación

· Mejor época para viajar

· ¿Por libre o en tour?

· Equipaje

· Comer vegano en India

· Transporte

· Seguridad

· Diario de viaje

·  Documentación para viajar por la India

Desde 2021 ya se puede viajar a India. Aunque a los requisitos, debido a la pandemia del Covid-19, se ha sumado la necesidad de hacerse una PCR y un control de temperatura a la llegada al país.

Conseguir el visado para tu viaje por India es bastante sencillo. Hay que tramitarlo antes de viajar al país de forma online. Aquí tienes toda la información.

Pero hay que tener en cuenta que el visado online solo te permite entrar por aire a India. Si quieres cruzar las fronteras de Nepal e India, tendrás que pedir el visado en la embajada de Kathmandú.

Estos son los pasos para conseguir el visado en Kathmandú.

·  Mejor época para viajar a India

India es un país enorme, así que es difícil recomendar un periodo concreto para viajar a India. Todo depende de la zona en la que quieres enfocarte.

Si quieres recorrer la región de Sikkim y Ladakh, es mejor viajar en primavera y verano, ya que muchas carreteras quedan cubiertas por la nieves y el acceso por tierra se corta.

Sin embargo, el invierno (de noviembre a marzo) es la mejor época para viajar al centro y sur de India, ya que el resto del año hace mucho calor.

De mayo a diciembre es época de lluvias en el sur de India, así que es mejor evitar estos meses si quieres disfrutar de las playas.

·  ¿Es mejor viajar a India por libre o contratar un paquete todo incluido?

Se dicen muchas cosas de India y casi todas son opiniones enfrentadas. Algunas prsonas la odian y otras (como yo) la aman, pero incluso entre las que la amamos, reconocemos que hay momentos en los que te gustaría tomarte un descanso del viaje, porque recorrer India es un viaje intenso, lleno de estímulos y de situaciones que pueden llevarte del odio a la felicidad en cuestión de minutos.

Aún así, creo que viajar a India por libre es perfectamente posible e incluso recomendable. Un viaje a la India por tu cuenta te permite tener más contacto con la gente, elegir la ruta según tus intereses y cambiar de planes si ves que no estás cómoda en un lugar.

Para mí son todo ventajas, pero sí que es cierto que requiere una buena dosis de paciencia, además de tener el tiempo y las ganas de lidiar con la incertidumbre y los imprevistos.

Muchas veces el bus no sale a la hora que se anuncia (o ni sale). Los trayectos para llegar a un lugar parecen una gincana y siempre sale algún avispado que quiere sacarte muchas rupias de más por un trayecto en tuktuk o un tour.

Por ello creo que para viajar a la India de mochilera debes invertir varias semanas de tus vacaciones (mínimo tres) y así poder dedicar varios días a descansar.

Si no tienes tanto tiempo, entonces te aconsejo alguna de estas opciones:

  • Si quieres ver lo máximo posible en una semana, lo mejor es que contrates un viaje a la India con hoteles, transporte y guía incluido. No tendrás que lidiar con las largas esperas en estaciones, los intentos de estafa, el regateo ni los hoteles. Es lo más cómodo y eficiente, la verdad.
  • Si solo tienes un par de semanas para recorrer India y te gusta viajar por libre, no te vuelvas loca con el diseño de la ruta. Incluye por lo menos un par de días para hacer nada. Los necesitarás.

A esta segunda opción, también le añadiría la recomendación de reservar el máximo de actividades y excursiones desde casa. Así no tendrás que perder tiempo regateando y comparando agencias en el destino.

viajar a India para conocer su gente

·  Qué llevar en la mochila para viajar a India

Repito lo mismo de antes: India es enorme y por lo tanto hay variedad de climas. Lo que debes poner en tu maleta dependerá de la zona que vayas a recorrer.

Así, en general, el mayor consejo para viajar a la India que te daría es que no olvides poner un pañuelo en la maleta. En algunos templos musulmanes, las mujeres tenemos que cubrirnos la cabeza y lo necesitarás para poder entrar.

En cuanto al resto del equipaje, si viajas por zonas calurosas y tropicales, acuérdate de llevar:

  • Protector solar
  • Gafas de sol
  • Gorro
  • Calzado de montaña descubierto
  • Repelente de mosquitos
  • Chubasquero
  • Un libro para los largos viajes en tren

Si viajas a zonas de montaña y pretendes hacer senderismo por el Himalaya, tu equipaje debe ser similar al que recomiendo en este post sobre cómo subir al campo base del Annapurna.

·  Comer vegano en India

Un viaje a la India es el paraíso para los vegetarianos. Para los veganos, es un poquitín más difícil.

En la religión hindú hay bastantes restricciones con los alimentos de origen animal, por lo que es muy fácil encontrar opciones que no lleven ni carne ni pescado. Si embargo, la base de la cocina india es el ghee, una especie de mantequilla clarificada que usan para casi todo, especialmente para los guisos.

En los restaurantes o puestos callejeros puedes preguntar qué guisos y platos no llevan ghee y, por el resto de ingredientes, si están basados en vegetales, el palto debería ser vegano de por si.

Uno de los platos que es muy fácil de encontrar por toda India y que es vegano, es el arroz o fideos con verduras. Simplemente es arroz con vegetales salteados con salsa de soja y otras especias.

En cuanto a los precios, comer en India es muy barato. Una comida básica de arroz acompañado de lentejas y otras verduras puede costar alrededor de 1€.

Cómo viajar por la India

Para recorrer India por libre puedes usar los siguientes medios de transporte:

·  Viajar en tren por India

Es la forma más popular, rápida y barata de recorrer el país. Hay muchísimos tipos de trenes y clases y cada uno tiene precios y comodidades diferentes.

Uno de los mejores consejos para viajar a India con tranquilidad, es que te guardes la página oficial de trenes del país en favoritos. En ella puedes consultar las conexiones entre destinos, cuánto dura el trayecto y si hay opciones de vagones solo para mujeres. Puedes incluso reservar el billete en la web o si todavía tienes dudas, comprarlo en la estación con la ayuda de alguno de los trabajadores de IRCTC. Si prefieres esta segunda opción, recuerda ir a la estación con bastante antelación porque para algunos destinos se suelen generar colas.

·  Viajar en bus por India

Viajar en autobus por India no es muy recomenable para distancias largas. Aunque sea más caro, te recomiendo que elijas el tren.

Los autobuses son incómodos y a veces puedes encontrarte con sorpresas en las carreteras. Yo usaba este medio cuando no me quedaba otra opción y casi siempre me han ocurrido imprevistos durante el viaje. No quiero asustarte. No me ha pasado nada grave e importante, incluso son anécdotas que quedan en el recuerdo para contar entre risas con los amigos, pero reconozco que en el momento, con todo el cansancio del viaje, puede resultar un poco desesperante.

·  Hacer autoestop en India

El transporte en India es tan barato que no merece la pena hacer autoestop. Los tiempos de espera pueden ser muy largos y los conductores suelen pedir dinero. Pero en algunas zonas remotas, como por ejemplo en Ladakh, el autoestop es la mejor manera de moverse y la única para llegar a algunos pueblos sin tener que alquilar un jeep.

viajar a India en transporte público no es fácil

¿Es seguro viajar a India por libre?

Bajo su apariencia caótica, India es un país bastante seguro para recorrerlo por libre, pero es cierto que tiene alguna peculiaridades que pueden generar un shock cultural y situaciones incómodas, especialmente si eres mujer y viajas sola. Si este es tu caso, te recomiento que eches un ojo a esta entrada que escribí sobre viajar sola a India.

También es recomendable tener en cuenta lo siguiente:

·  Timos

En un viaje por la India te vas a encontrar con bastantes intentos de timo. Esto es así. India es un país fantástico, pero hay mucha pobreza y la gente se intenta buscar la vida como puede, a veces intentando sacar algunas rupias a los viajeros.

A veces he tenido que regatear hasta el agua, cuando el precio de una botella está escrito en la etiqueta… Así que imagínate cómo está el patio.

Eso sí, no quiero transmitirte la idea de que India es un país lleno de timadores. Hay gente para todo, y así como hay personas dispuestas a robarle hasta la última rupia a los turistas, también hay muchas otras que se preocuparán de que tengas una gran experiencia en su país. Y este último tipo de gente son mayoría.

Aún así, no bajes la guardia, sobre todo en las ciudades y en los viajes en transporte público. Ten un ojo siempre sobre tu equipaje y no te fíes de los guías que aparecen de repente sin el respaldo de una agencia o de los conductores de taxi que conocen un hotel mejor que el que reservaste.

También asegúrate de conocer el precio real del transporte e intenta que el billete con el que pagas se ajuste lo máximo a este precio. Alguna vez tuve que insistir para que me devolvieran el cambio correcto después de un viaje en tuktuk y los conductores se hicieron los sordos…

·  Salud

Es bastante común que los extranjeros tengamos algunos problemillas de salud durante nuestras vacaciones en la India. Casi todos pasamos por alguna diarrea o infección estomacal. Nada demasiado grave, pero sin un poco de ayuda médica el proceso puede alargarse y fastidiarte un poco el viaje.

Por ello me parece imprescindible contratar un seguro de viajes para viajar por la India. Es un país barato, pero en tu salud no te conviene arriesgarte demasiado. Los hospitales públicos son muy básicos y están saturados. Es mejor dejárselo para quienes realmente los necesitan. El resto de viajeros, si queremos ser atendidos con rapidez y eficacia necesitaremos pagar una visita en un hospital privado.

Durante mi viaje por India tuve algunos problemas de estómago que fueron desapareciendo con el tiempo, pero mi mayor susto fue na herida en la pierna que se infectó. Para curarla necesité visitar un médico y contar con un seguro me dio mucha tranquilidad, ya que me encontraba en una zona un poco remota y caótica. Aquí te cuento mi experiencia con más detalle.

Test de viaje
El mejor seguro de viajes
DURGA PUJA: EL FESTIVAL DE LA ALEGRÍA
MEDITACIÓN VIPASANA
CONSEJOS PARA VIAJAR A SIKKIM
EL TEMPLO DORADO DE AMRITSAR
CONSEJOS PARA VIAJAR A ASIA

Mi viaje a la India

Estos son los diarios de India que compartí en este blog durante mi viaje a Asia sin billete de vuelta, en el año 2014. 

· Esto no es India

· Cómo no vivir el momento

· Por qué me gusta Calcuta

· Mi Varanasi

· Miseria

· Un pequeño Tibet en India

· Srinagar en cuatro palabras

· Viaje al fin del mundo

· El arte de vivir

· Turtuk: Historia de un diluvio

· Postales de Ladakh

Esto no es India

¿Se puede dormir en una atracción de feria? Yo lo hice. Con los baches que había en la carretera para llegar a Kakarvitta (la frontera este entre Nepal e India), el autobús parecía El saltamontes que cada verano llega a mi ciudad, junto con las nubes de azúcar, las escopetas de balas de goma y los patitos de plástico que debes pescar si quieres un peluche. Creo que alguna vez incluso levité sobre mi asiento. Pero, a pesar de todo, conseguí dormir.

A pesar incluso de mi compañera: una mujer vestida con un sari verde que nada más sentarse a mi lado empezó a rebuscar en su enorme bolso algo que no consiguió encontrar, mientras paseaba su codo por mi barriga, mi pecho y mi cara. Luego se acordó que había alguien en la calle esperándola hasta que el bus comenzara la ruta, así que echó todo su cuerpo sobre mi regazo y gritó por la ventana.

Reconozco que durante el viaje el autobús era una sauna, pero yo, con un resfriado que apenas me dejaba respirar, ya hacía suficiente esfuerzo dejando la ventana medio abierta. Quizás no se dio cuenta de que tenía un pañuelo pegado a mi nariz o que tenía tanto frío que llevaba el jersei puesto, por lo que la señora (por llamarla de algún modo sin faltarla al respeto) abrió la ventana dejando entrar todo el viento y también el polvo de la carretera sin asfaltar. Mi respuesta fue rápida: volví a cerrar la ventana mientras la oía protestar.

Por fin el autobús paró y la señora y yo firmamos una tregua para ir al baño. Cuando aún me decidía si volver a subir para reanudar la batalla, oí una voz insistente que me decía «Hello sister!» No me giré pensando que era el vendedor de pepinos intentándome vender uno, pero en realidad era un señor de pelo rizado llamado Raju intentando invitarme a uno. «El invitado es Dios», me decía, y me trató como tal: compartió sus fideos conmigo e incluso un trocito de guthka, una nuez que se convierte en polvo, se mastica y escupe, como la nuez de betel.

Habiendo en ese autobús personas como Raju, qué mala suerte había tenido con mi compañera de viaje. Al volver a subir, me la encontré sentada tranquilamente en mi asiento. Le dije que volviera a su lugar, pero se hizo la sorda y la tonta. No me quedó más remedio que soltar algunas palabras poco bonitas en castellano y ponerme todo lo cómoda posible en su asiento: estiré las piernas en el pasillo, me recosté sobre mi lado derecho y ocupé todo el espacio que necesitaba para poder dormir cómodamente. Y dormí dejándome llevar por el vaivén del autobús, aprovechando que la amable señora amortiguaba los golpes.

Entre más invitaciones a té y sus preocupaciones por si me encontraba bien y podía dormir, Raju y yo acabamos el viaje sentados uno al lado del otro. Yo le enseñé algunas palabras de castellano y él las fotos de su mujer, hijos, perro y vaca. Nos despedimos con un apretón de manos, juntando nuestras cabezas y con una vaga promesa de encontrarnos en India. «A mi família le encantaría conocerte». A la señora ni siquiera la miré. Ella, a mi, tampoco.

Y así, quince horas después, me despedía de la cara más dura de Nepal, pero también de la más amable.

Ahora estoy en Darjeeling, pagando 200 rupias por la habitación número trece de un hostal con vistas a una tienda de caramelos y a una calle que cada mañana se llena de estudiantes uniformados. Llegar hasta esta ciudad no fue fácil para el copiloto del jeep, que se mareó y vomitó el desayuno por la ventana. Así, un viaje que tenía que durar tres horas, se alargó una más para limpiar la carrocería.

A pesar del viaje, mi llegada a India no ha sido traumática. El caos, las vacas, la suciedad, el ruido y la pobreza que tantas veces se nombran en las conversaciones sobre India, aquí no se dejan ver. De hecho, parece que aún siga en Nepal, pero no en la atareada Katmandú, si no en algún pueblo del este. Aún sigo comiendo momos, chowmein y thali nepalí, y las caras en las calles me parecen las mismas que las del país vecino.

Darjeeling, con una neblina que recubre los edificios ingleses roídos por la humedad, responde más al tópico del Reino Unido que al de India. Si no fuera por las señoras vestidas con el sari y los monos pidiendo comida en las calles, pensaría que me encuentro en alguna vieja calle de Edimburgo. Las calles están limpias (o todo lo limpias que pueden estar en India) y el tráfico es caótico, pero se puede pasear tranquilamente, incluso es posible sentarse en un rincón y tomar prestado el wifi de un hotel. De vez en cuando la neblina deja entrever los campos de té que cubren las montañas y a las trabajadoras recolectando las hojas sobre sus cestos, o tomándose un descanso entre los arbustos.

Me alegro de no haberme topado aún con el famoso caos de India. Después de quince horas de viaje al lado de una señora gruñona no creo que hubiera reaccionado muy bien. De hecho, me parece que aún no estoy preparada para lidiar con India, así que he decidido poner rumbo a Sikkim, al reino olvidado, a esa zona de India que dicen que no es India.

Cómo no vivir el momento

«BE HERE NOW». Esta es la orden que gritaba una de las paredes del hostal de Gangtok. Se podría traducir como «vive el momento» o «lo que Irene no hizo en Sikkim». Deberían castigarme por no haberlo hecho, porqué Sikkim es en realidad un lugar perfecto para vivirlo en cuerpo y mente. Su gente es amable y tranquila, y sus pueblos y monasterios están rodeados por montañas verdísimas que invitan a dejarse perder por sus caminos.

Pero viajar, sobre todo por un largo período de tiempo, es como una atracción de feria; con sus momentos álgidos en los que te embarga la euforia, pero también con sus momentos bajos, en los que incluso querrías bajarte. Sikkim ha sido uno de estos últimos momentos, y la culpa no es suya si no mía, por no saber cómo vivir el momento.

Me gustaría que huir de mi misma fuera tan fácil como escapar de los lugares cuando te has hartado de ellos. Subir a un autocar y decirle a mi cabeza: «Necesito unas vacaciones. No me llames, ya lo haré yo». Y disfrutar al fin del viaje sin tener que oírla protestar o enfadarse como un niño caprichoso que quiere algo y no sabe qué.

Ha habido momentos en los que he dejado de desear estar en otro sitio y Sikkim se ha aparecido ante mí como el mejor de los lugares posibles. Por ejemplo, cuando durante unos largos minutos observé a una anciana embelesada ante una pareja de pajarillos construyendo su nido en una de las tiendas del mercado de Gangtok. O cuando el estudiante del monasterio de Pelling me regaló una bolsa de patatas fritas «chile limón» (sic), se sentó a mi lado en el coche y me enseñó su libro de tibetano para que supiera cómo pedir agua si algún día iba al Tibet. O  cuando, en el lago Kechepalri, Latop me invitaba a una cerveza de mijo fermentado y a un plato de pollo con arroz comprado a algún lugareño que no creía que matar animales en luna llena fuera pecado.
Si el viaje junto al estudiante del monasterio hubiera durado un par de meses más, quizás ahora sabría qué dice aquí.

La hospitalidad de ese chico de diecinueve años, que regenta el hostal que su padre construyó en memoria de su hijo mayor, será el recuerdo más especial que me lleve de Sikkim. Ese y el camino que recorrí en compañía de Pipan, un empleado del hostal que se reía de mi patosidad al intentar seguir sus pasos por el resbaladizo atajo hacia Yuksam. Serán esos momentos los que recuerde cuando en un futuro piense en Sikkim, y no el día en el que los mosquitos me mordiqueaban los pies mientras observaba a una madre y a su hija rezar en el lago sagrado Kecheopalri. Porqué, en el lago, mi mente no estaba allí.

También me acordaré de esta perra que me acompañó durante un tramo del camino a Yuksam.

El último día en Sikkim fue improvisado. Mi plan era viajar de Yuksam a Tashiding para continuar hacia Ravangla, luego Namchi y finalmente volver al Oeste de Bengala, a Kalimpong. Pero el conductor del todoterreno decidió que debía pagar el precio del trayecto hasta Jorethang (ciudad en la frontera entre Sikkim y el Oeste de Bengala) para llegar a un pueblo que solo estaba a una hora de Yuksam y que, además, le venía de paso. Decidí interpretar mi encuentro con ese impresentable como una señal. Definitivamente Sikkim no era el lugar en el que debía estar. Pagué las 150 rupias. Fui a Jorethang y, desde allí, a Kalimpong.

En Kalimpong tampoco he conseguido seguir la orden «BE HERE NOW». De hecho, cuando llegué al centro de esta ciudad y me encontré con una calle llena de vehículos haciendo sonar sus bozinas, pensé en ir al día siguiente a Calcuta u Orissa y olvidarme del norte de India por un tiempo. Sin embargo esta mañana me he despertado con ánimos de darle una oportunidad a Kalimpong. Y aunque no hay nada especialmente turístico que llame la atención en este lugar, es fácil alejarse del bullicio a pie para encontrarse con hoteles, casitas, gente vendiendo fruta, momos o cacahuetes y, un poco más allá, un bosque de bambú. Cuando una se acostumbra a los bocinazos, es agradable pasear por las calles de la ciudad y participar en su vida cotidiana: hablar con el librero, probar los dulces de los escaparates, felicitar al cocinero por el thali y responder al simpático interrogatorio de los clientes de la copistería.

Aún así en Kalimpong no consigo vivir el momento. Mi mente sigue perdida por algún lugar del mundo gritándome que aquí no debería estar. Espero que esté en alguna región de India. Quizás la encuentre en Calcuta.

Por qué me gusta Calcuta

Desde Calcuta no había trenes hasta el 28 de mayo. Esto quería decir que debía quedarme diez días en esta ciudad hasta poder conseguir una cama en el próximo tren hacia Gaya. No recibí esta información con mucha alegría. No me apetecía quedarme atrapada en una ciudad en la que la temperatura mínima es de 40°C y a la que me habían descrito como un lugar «muy caro en el que no hay nada que ver».

No entiendo cuando alguien dice de una ciudad que en ella no hay nada. Si me preguntas a mí, después de haber pasado una semana aquí, te diré que en Calcuta hay tantas cosas que ver que diez días no son suficientes. A parte de los famosos Indian y Victorian Museum, hay centros comerciales cuyas tiendas están vacías, pero con los pasillos llenos de gente refugiándose del calor. Hay un gran parque con aficionados jugando partidos de criquet y parejas haciéndose arrumacos bajo los árboles, o escondidas detrás de paraguas.

También hay cabreros que cada día a las 11 de la mañana se presentan delante de la iglesia con sus más de veinte cabras (aún no sé por qué). Y un señor que pasea su vaca vestida con bonitas garlandas. Hay hombres que empiezan una conversación con la manida frase: «Qué calor hace hoy», y acaban invitándote a tomar un té en su tienda o a dar un paseo nocturno por el parque. Una negativa no es suficiente para ellos y una tiene que acabar huyendo.

En Calcuta hay también un templo dedicado a Kali, al que los locales más descreídos aborrecen ir por la cantidad de gente que acude a él. «Tienes mucha suerte» me dijo el chico que me acompañó, al ver que dentro de Kalighat solo había unos cuantos niños tirando de nuestros pantalones y algunos iluminados ofreciendose a pintar nuestra frente a cambio de algunas rupias. Los ayudantes del sacerdote habían desaparecido ese día. Era imposible sacar alguna rupia a la gente que quería evitar las colas en un día en el que no había ninguna cola. El sacrificio a Kali ya se había hecho y en un rincón estaban despedazando una cabra para ofrecerla como único menú en el restaurante del templo.

Además de templos, museos, parques y cines, en Calcuta hay taxis, mercados, vendedores de zumo y helados; comida callejera por 20 rupias (20 céntimos de euro), niños lavando la ropa en las fuentes, tullidos pidiendo limosna, mujeres que te persiguen con un biberón vacío y otras que piden que te sientes con ellas en ese rincón de la calle en el que viven. En Calcuta hay miseria y al verla comprendo lo que me dijo un viajero eslovaco: «No entiendo a la gente que dice que le gusta India. A nadie puede gustarle un país con tanta miseria».

La verdad es que no tiene ningún sentido que me guste Calcuta. ¿Cómo puede gustarme la decadencia de sus edificios, su gente con una amabilidad muy seria e, incluso, los espabilados que buscan sacarme algunas rupias con motivos tan extravagantes como agrandar mis pechos con masajes ayurvedicos?

Puede que me guste Calcuta porqué cada noche vuelvo a mi habitación con una anécdota que contar, con una nueva lección aprendida o habiendo conocido a algún personaje al que recordar con cariño. O, quizás, lo mejor de Calcuta es que no debo entenderla para que me guste.

Mi Varanasi

Una ciudad como Varanasi bien se merece una entrada en el blog, el problema es que no sé qué cómo escribir sobre ella. Porqué cuando una ve con sus propios ojos un lugar del que ha oído hablar tanto, entre todas las emociones que a una la embargan, que son muchas, se encuentra el desencanto. «Así que esto es Varanasi». «Así que estas son las famosas cremaciones». «Así que este es el famoso Ganges». «Así que así se bañan los hindúes en sus aguas».

Cuando llegué a Varanasi, la ciudad tuvo que retarse con mi Varanasi imaginario, construído a partir de la verborrea que había leído por internet y de los comentarios de otros viajeros. Mi Varanasi imaginario era un largo río con sus orillas cubiertas de un caos de cadáveres incinerándose, otros esperando su turno y decenas de hindúes dándose un baño o lavando su ropa. El Varanasi que vi es en cierto modo ese Varanasi sucio y caótico que imaginé, pero ese trozo de río es mucho más tranquilo que el de mi imaginación. Las cremaciones se mantienen restringidas en uno de los templos y una puede pasear por la orilla sin tropezarse con cadáveres y sin tener que esquivar a la gente que se toma un baño en el agua sagrada. Varanasi es un lugar suficientemente tranquilo como para relajarse a la orilla del Ganges y contemplar la vida y la muerte pasar.

Porqué si algo sorprende en Varanasi no es el tamaño de sus vacas, que también, si no la difusa línea que separa la vida y la muerte. Para ilustrarlo con un ejemplo, imagínate a un grupo de hombres esperando que el brahman incinere el montículo de madera que cubre el cadáver. Imagina también seis hogueras y a un pie sobresaliendo del fuego en una de ellas; a un hombre agitando con un palo una calavera que no ha acabado de incinerarse y, mientras tanto, a pocos metros, un grupo de niños saltando, gritando y riendo en las aguas de la madre Ganga.

Fui a Varanasi por sus famosas cremaciones y las observé con el poco asombro que me quedaba después de esforzarme en construir mi Varanasi imaginario. Pero nadie me había hablado del Varanasi que hay más allá de las orillas del río. El que se esconde en las callejuelas, en las cometas que sobrevuelan las terrazas al atardecer, en el templo con simpáticos sadus que te invitan a hacer las ofrendas matutinas a Krishna. El Varanasi de lassis deliciosos, de vendedores cotillas que te gritan «¡Hola! I know you! Where are your friends?» y de niños irreverentes que si no consiguen cinco rupias te piden una foto. Ese es el Varanasi que derrotó a mi Varanasi imaginario y del que me fui con la promesa de volver.

Advertencia: Este texto puede resultar dañino para su futura experiencia personal de Vanarasi. Se recomienda leerlo con precaución, pues la autora ha reflejado en él la huella que ha dejado en ella una ciudad que recibe centenares de turistas al año, cada uno de los cuales recrea en su memoria una Varanasi personal a partir de sus experiencias vividas en la ciudad. No pierda el tiempo construyendo un Varanasi imaginario. Vaya a verla con sus propios ojos.

Miseria

Que un coche le pisara el pie esta mañana ha sido suficiente para que Irene se echara a llorar. No por el dolor (sorprendentemente su pie ha sobrevivido al atropello), si no por… No lo sabe, pero el caso es que Irene ha comenzado a caminar la cuesta hacia Dharamkot sorbiendo lágrimas incontrolables, hasta que ha encontrado un banco en el que esperar a que el drama pasara.

Intentando disimular su explosión de tristeza, ha saludado a los monjes y famílias tibetanas que iban y venían de Dharamkot dejando por el camino un billete en las manos de un viejecito sentado a pocos metros de su banco. Después de unos minutos intercambiándose miradas, primero, y sonrisas, después, el mendigo la ha sorprendió preguntándole en un decente inglés:

– ¿De dónde eres?
– De España.
– ¿España está en Europa?
– Sí, cerca de Francia.
– ¿En España habláis francés?
– No, español.
– ¿Y escribís como los ingleses?
– Sí.

Animada por la conversación, Irene le ha preguntado por su origen. Su pregunta ha recibido una vaga respuesta («del sur») acompañada de una mueca de dolor y una palamadita a su cadera. Se ha levantado y, sin conseguir ponerse derecho, se ha acercado poco a poco al banco para contarle a Irene su historia:

«Tengo un dolor muy fuerte y no puedo comprar las medicinas. Vine del sur de India a McLeod Ganj para ver al doctor. Un vecino me dijo que aquí había medicinas gratuitas, pero resulta que no lo son. Cuestan tres mil rupias. Me he gastado todo el dinero que tenía en comer, en el médico y en el viaje, y ahora no puedo volver. Necesito 2000 rupias para volver a casa. Quizás puedes ayudarme…»

Irene se ha acordado de la mujer en Calcuta pidiéndole leche para su bebé y señalándole una tienda en la que el vendedor sacaría su tajada vendiéndole un paquete de leche a precio de oro. Se ha acordado también de ese chico de Varanasi que quería comprarle un sari a su madre. Acompañarle serían solo unos minutos, pero acabaron siendo una hora en una tienda cuyos dueños querían sospechosamente convencerla de que los acompañara a una boda o a tomar algo con ellos por la noche. Se ha acordado de los chicos pidiendo donaciones para los pobres viejecitos que no pueden permitirse el precio de una cremación y, acordándose de todos esos personajes, ha contestado mecánicamente: «No, lo siento mucho, no te puedo ayudar».

El mendigo le ha insistido como insisten todos los pobres en India cuya cena depende de las rupias que decides darles, y después de negarse una y cien veces, Irene le ha invitado a sentarse a su lado. Después de una conversación convencional en India (¿estudias?, ¿estás casado/a?, ¿qué moneda tenéis en España?, nunca he visto un euro…) Irene ha descubierto que el mendigo se encuentra solo, no solo en Dharamsala, si no en el mundo:

«No tengo família y mi región es muy pobre. No hay ningún hombre rico. Todos se dedican al campo. Yo vendía arroz en el mercado. Aquí todo es caro. ¡Comer por 70 rupias! (Se santigua) Duermo en la estación porqué no puedo pagar un hotel y cada día vengo aquí a pedir el dinero para vivir. En mi pueblo era más fácil, los vecinos me daban para que pudiera comer y tenía mi casa para dormir».

Allí están una al lado de la otra, dos almas solitarias, una de forma existencial y otra de forma literal. Es curioso, la solitaria existencial, que en el fondo no tiene más problemas que el de escoger los platos del menú, tenía los ojos enrojecidos por el ataque dramático que había sufrido pocos minutos atrás, mientras un señor que vivía atrapado en Dharamsala le explicaba su historia con una sonrisa en la cara. «Una cosa es lo que hay en el exterior y otra en el interior» ha sido la respuesta del mendigo a la paradoja.

El mendigo ha suplicado otra vez su ayuda y esta vez Irene ha alargado un billete. «¡No no no no! ¡Guárdalo!» Irene se ha quedado confundida. Es la primera vez que alguien en India ha rechazado su dinero. Mientras se dispone a volver a McLeod Ganj, el mendigo le ha vuelto a repetir: «Si puedes ayudarme, ya sabes dónde estoy». E Irene se ha ido de allí cargando con la responsabilidad de ser la esperanza de ese viejecito atacado por la edad y con la culpabilidad de no estar haciendo nada por él.

Seamos sinceros, 2000 rupias son 25€ y la verdad es que ese dinero está en la cuenta de Irene. ¿Por qué después de escuchar esta historia no se ha dirigido hacia un cajero para mandar a ese pobre hombre de vuelta a casa? Las respuestas que rondan por su cabeza son varias: Porqué 25€ en India es mucho dinero, porqué 25€ es una semana de viaje, porqué puede ser que el mendigo la esté engañando. Porqué es una egoísta.

Aparece por su cabeza otra pregunta; una vía para escapar del sentimiento de culpabilidad: ¿Porqué debo ser yo la persona que debe sacar a este señor de su miseria? Y de repente se percata de que en Dharamsala aún no ha visto a ningún mendigo tibetano. Le parece extraño, pues ellos también se encuentran atrapados en Dharamsala, llegan aquí sin nada más que lo puesto y, a veces, incluso tienen la responsabilidad de mandar dinero a sus famílias. Pero en las dos semanas que lleva aquí, ningún tibetano se ha acercado para pedirle que le solucione la vida o la cena de esa noche. Parece ser que los tibetanos son capaces de apañárselas solos, pero no es así. En realidad los tibetanos saben ayudarse entre ellos.

Si no cómo se explica que un chico llegado a Dharamsala solo, después de meses cruzando los Himalayas, no esté condenado a dormir en la estación de autobuses o a pedir dinero a los caminantes; si no que, en lugar de eso, pueda dirigirse a las innumerables asociaciones de ayuda a los refugiados tibetanos (la mayoría de ellas dirigidas y fundadas por los propios tibetanos que llevan más tiempo establecidos en Dharamsala) y que pueda, con el tiempo, alquilar una pequeña habitación desde la que ofrecer un curso de cocina que, en un futuro, aparecerá en la Lonely Planet.

Parece ser que a los tibetanos les salva un sentimiento de comunidad que no existe en India; un país en el que hay gente que asume la pobreza como su destino o como una parte más de la estructura social. Puede que por ello el mendigo sepa que pierde el tiempo pidiendo unas rupias a los turistas indios y que todas sus súplicas se dirijan a los monjes tibetanos que, o bien se paran a saludarle o a extenderle un billete.

Visto así, se entiende que la gente defina la pobreza de India con la palabra miseria, y que a Irene (que parece fría y distante cuando responde con un escueto «No» a la mujer que le pide por enésima vez leche para su bebé) le abrume esa miseria. Pues cuando una sociedad condena a su propia gente a la pobreza, a los condenados no les queda más remedio que recurrir a la mendicidad, a la picaresca o a esa chica que llora en el banco de al lado.

Un pequeño Tibet en India

No recuerdo cuándo empezó mi pequeña obsesión por el Tíbet. Desconozco cuándo comencé a sentirme atraída por su religión, su cultura y su historia. No sé si mi interés llegó de repente -a partir de una fotografía, de un libro, de una historia- o fue gradual, pero el caso es que una parte de mi cerebro siempre ha estado fantaseando con viajar allí y, mientras no podía satisfacer esa fantasía, me contentaba con leer sobre budismo o con asistir a cursos de historia y cultura tibetana.

Cuando planeé este viaje, mi idea era visitar ese país al que llaman el techo del mundo. De hecho, Tíbet era el final perfecto para mi viaje soñado por Asia. Pero entonces no sabía que para entrar en esa zona de China necesitaba un permiso muy caro y pagar a un guía para que me enseñara el país. El viaje por el Tíbet superaba mi presupuesto de 300 euros mensuales con creces, así que me conformé con poner rumbo a Sichuan o a algún pueblo fronterizo con esa región del oeste de China. Pero entonces Nakui me invitó a pasar tres semanas con su família en un pueblo de Xiamen y, como una oportunidad como aquella no la podía desaprovechar, cambié otra vez mi rumbo. Esta vez en dirección totalmente opuesta a Tíbet.

En Taiwán ya me había conformado con la imposibilidad de viajar a Tíbet, pero al decidir de forma improvisada cruzar la frontera entre Nepal e India, de repente apareció un punto en el mapa que me acercó otra vez a ese país. Ese punto se llama McLeod Ganj o «El Lhasa de India» para los amigos. Pero en realida, este pueblo de dos calles repletas de comercios regentados por tibetanos, coches y vacas, poco tiene que ver con el Tíbet o, mejor dicho, con el Tíbet tal y como yo me lo imagino.

Entre tiendas de recuerdos, coches, turistas y restaurantes, aquí no hay espacio para todas aquellas imágenes apacibles que han entrado en mi cabeza durante las lecturas sobre Tíbet. Sin echárselo en cara a una gente que ha visto (lógicamente) en el turismo su única salida de un futuro incierto, este mes me he refugiado en el trabajo, en la tienda del blog, en los momos y en los libros. Cuando acabé el proyecto que me habían encargado, me vi libre, otra vez, para ponerme en marcha. Mi plan era estar hoy en Jammu, pero un inesperado Eid Mubarak (fiesta musulmana) hizo que la oficina de correos no abriera ayer en todo el día, así que me he visto obligada a quedarme un día más en McLeod Ganj, con todo el tiempo del mundo para decidir cómo quería invertir el día de hoy:

a. Una excursión por Dharamkot.

b. Día de lectura y dibujo en el balcón del hostal.

c. Visita matutina al templo del Dalai Lama.

He escogido la última opción, aunque ya había estado en ese lugar durante el aniversario del Dalai Lama: Un domingo en el que el templo se llenó de turistas indios y recorrer sus salas no era tan diferente a pasear por los pasillos de un museo del que no entiendes casi nada. Pero aunque no soy una persona muy intuitiva, algo me decía que si no volvía a visitarlo por la mañana, me perdería la esencia tibetana de Dharamsala.

Así es como hoy, a las seis de la mañana, tras comprobar con alegría que no llovía, he caminado la acusada bajada hacia el templo para, con alegría, observar que esta vez no estaba lleno de famílias de Punjab, sino de monjes y laicos haciendo sus rituales. En vez de visitar las salas del templo, que ya conozco, he decidido sentarme en un banquito de madera y observar sin molestar el espectáculo religioso.

Mientras comía el pan y el té mantecoso que me acababan de servir unas señoras muy risueñas, me he dejado llevar por la lectura rítmica, grave y vibrante de los monjes. Sin darme cuenta he pasado dos horas observando como los monjes leían la palabra de Buda. Había quienes lo hacían en voz alta, otros solo movían los labios y algunos intercalaban la lectura con cuchicheos a sus compañeros y algún mordisco al pan. «¿Cuándo acaba la oración?» le he preguntado a Sinchu, un chico que leía unos mantras a mi lado. «Cuando hayan leído todos esos libros», me ha contestado señalando una estantería de cristal abarrotada de más de cien libros que viajaron cargados en varios burros desde Lhasa.

He asentido con un asombro incrementado al ver, a mis espaldas, dos mujeres tibetanas que no parecían cansarse de postrarse ante la imagen de Buda. Unían sus manos y las llevaban a la frente y al corazón para luego arrodillarse y deslizar todo el tronco hacia el suelo. He contado más de diez postraciones, pero estoy segura que ya superaban las cien. Otros tibetanos se contentaban con hacer tres postraciones y continuar dando vueltas alrededor del templo recitando «Om mane padme um».

Parecía que no me iba a cansar nunca de observar a la gente, hasta que la invitación de Sinchu a dar una vuelta al templo y enseñarme las mejores vistas de Dharamsala me ha sacado de mi ensimismamiento. Después de un paseo observando las águilas y el estadio de criquet más alto del mundo, he vuelto al hostal. Aún debía reorganizar mi equipaje que, después de un mes en McLeod Ganj, se ha desparramado de forma incomprensible por la habitación.

Ya no me quedan (casi) obligaciones en Dharamsala. He terminado el proyecto, he enviado (casi) todos los encargos y he probado todos los platos del menú. Es hora de moverse. Cachemira y Ladakh me esperan. También sigue esperándome Tíbet. Continuaré soñando con ese país alejado del mundo que he tenido la suerte de atisbar una mañana en el templo de McLeod Ganj. Masticaré este recuerdo hasta que pueda, algún día, viajar por un Tíbet libre.

Epílogo: Me han informado en correos que el paquete debo enviarlo mañana a las 10 de la mañana. Me parece a mí que no quieren que me vaya a Cachemira, o que quieren que me pase otra mañana en un banquito de madera observando la vida en el templo.

Srinagar en cuatro palabras

Después de un mes sedentario en Dharamsala, he vuelto al ritmo del viaje con más ganas que energía. Mi plan era el siguiente: Llegar a Srinagar desde Dharamsala pasando por el caos de la estación de Jammu y, después de unos días explorando la ciudad y sus alrededores, ir haciendo camino hacia Leh. La primera parte del plan ha sido respetada y Srinagar ha sido el mejor punto de partida para explorar este estado de India que hace años disfrutaba de plena independencia y que ahora es conocido con el nombre de Jammu y Cachemira (a veces Ladakh se incluye entre paréntesis).

Aunque mi idea era explorar el valle de Cachemira tomando Srinagar como campo base, al final mi experiencia de esta pequeña región se ha reducido a pasar tres días en su capital. Pero estos tres días han sido suficientes para acumular buenos recuerdos de Cachemira. De hecho, si tuviera que escoger cuatro palabras que respresenten esta ciudad, tengo muy claras cuáles serían y solo una tiene una connotación negativa: guerra.

Y es que si en Cachemira hay pocos turistas, no es porqué no ofrezca nada interesante, si no porqué en nuestras cabezas aún resuena la palabra conflicto cuando pensamos en esta región disputada por India y Paquistán. Cuando se le pregunta a los locales sobre sus preferencias, algunos sueñan con volver a ser un país independiente, otros están satisfechos perteneciendo a India y la mayoría teme que los pocos guerrilleros que quedan en las montañas adelanten un poco más las ya flexibles fronteras de Paquistán.

Pero la guerra de Cachemira ya no es lo que era. Ya no hay toque de queda y los extranjeros no tenemos que encerrarnos en nuestras habitaciones a las cinco de la tarde. Si no te dejas impresionar por los militares esparcidos por la ciudad, puedes disfrutar de un apacible paseo alrededor del lago (según el número de conductores de sikaras y tuktuks que te persigan).

El lago ha definido durante siglos la vida de los ciudadanos de Srinagar. Ha sido su fuente de agua y de comida y, aunque hoy en día ya nadie se atreve a beber sus aguas contaminadas, sigue siendo el centro de atención de todos los que visitamos Srinagar. Sin embargo, a mí no se me escapó el tiempo entre paseos con sikaras, visitas a jardines y mercados flotantes o viendo pasar la vida del lago desde la ventana de un barco-casa. Yo me quedé en tierra. A mí lo que me atrapó de Srinagar fueron sus casas.

Visto desde el río, Srinagar parece un puñado de edificios de madera amontonados. Caminando entre sus calles sorprenden las fachadas de piedra y madera que luchan por vencer la fuerza de la gravedad. No son los edificios que una espera encontrar en un país como India. De hecho, si no llega a ser por los coloridos vestidos de novia que abarrotan las tiendas durante el mes de agosto, el canto de las mezquitas puntiagudas y los vendedores escondidos entre las trabajadas vajillas de metal, parecería que el autobús de Jammu me ha llevado en poco más de diez horas a un viejo pueblo de Normandia.

Pero además de la guerra, el lago y sus casas, si hay una palabra que define Srinagar, esta es HOSPITALIDAD, así, en mayúsculas. De ella presumía el farmacéutico que me invitó a resguardarme del calor en su tienda, y yo afirmaba convencida su orgullo de cachemir mientras me acordaba de Halil, un profesor de inglés que conocimos una tarde en la que decidimos apartarnos del lago. Todo empezó con un encaje de manos, un «de dónde sois» y un «qué difícil es ver turistas por esta zona» y acabamos tomando un delicioso kawa (té de azafrán) en su casa, discutiendo sobre sufismo y cómo este estaba desapareciendo peligrosamente de Cachemira. Nos despedimos con la promesa (que cumplió) de vernos al día siguiente para aprender el arte de hacer pashminas, visitar el templo de la madre del antiguo rey de Jammu y las dos mezquitas más bonitas de Srinagar.

El lago, la vida entre sus calles y, sobre todo, la hospitalidad de Srinagar me hicieron olvidar que hacía poco menos de diez años sus calles se llenaban de bombas cada anochecer. Me gustaba aprender cada día un poco más de la historia de Cachemira de la mano de locales que si no te invitan a té, te dan un apretón de manos seguido de un efusivo «¡Bienvenida a Cachemira!». Pero había unas letras capitales en el mapa que llevaban días llamando nuestra* atención: Zanskar; así que con un repentino cambio de planes, me despedí de Srinagar con una taza de té y un trozo de pan con mantequilla y cargué mi mochila en el primer bus hacia Kargil. Era el primer paso de los muchos que aún no sabía que nos quedaban hasta Padum.

Viaje al fin del mundo

Llegamos a Kargil después de pasar doce horas en un bus que había sufrido un pinchazo y dos avalanchas por el camino. Con el vértigo aún dándome vueltas por una cabeza llena de imágenes de valles poblados por nómadas y sus ovejas, tuvimos que negociar el precio del jeep que nos llevaría a Zanskar por 2000 rupias, primero, 1800, después, y, finalmente, por 1300 rupias. Como no acordamos nada con el conductor, pudimos cambiar de planes otra vez después de que un guía turístico ladakhí nos sugiriera llegar a Padum combinando tres modos de transporte diferentes: autobús local, nuestros propios pies y autoestop.

De repente los nombres que aparecían en el mapa entre Kargil y Padum cobraron interés. La idea de llegar a Panikhar en un autobús local para luego caminar cinco horas hacia Parkachik y, una vez allí, parar algún vehículo que se dirigiera a Padum, nos pareció más tentadora que subir en un jeep a las cuatro de la mañana para llegar a Padum al anochecer, habiendo disfrutado del paisaje al ritmo de las imágenes que correrían a treinta kilómetros por hora a través de la ventana.

Panikhar

Panikhar resultó ser un pueblo de cuatro casas dispuestas alrededor de una carretera por la que solo pasaba el autobús desde Kargil y algún camión de vez en cuando. El pueblo había vivido tiempos mejores: Cuando pasaban los jeeps y autobuses hacia Padum, la teteria se llenaba de conductores y viajeros que hacían una parada en el camino. Ahora los vehículos pasan por otra carretera que rodea el pueblo, la tetería ha desaparecido y fuera de la escuela es difícil ver más vida que la de algunas mujeres trabajando en el campo.

Parkachik

No teníamos muy claro cuál era el camino a pie hacia el siguiente pueblo, así que preferimos llegar allí en autobús local. Como es tradición en cada uno de mis viajes por las carreteras de India, por el camino se pinchó una rueda; pero antes de que anocheciera ya estábamos en un valle ocupado por poco más de cuatro casas. De ellas iban saliendo niños con las mejillas enrojecidas por el frío y animados por el aspecto de unas extranjeras cargando unas enormes mochilas o, quizás, por nuestra cara de sorpresa cuando el conductor nos dijo que allí no había ningún lugar para dormir: «Podéis dormir en el bus y comer aquí».

Después de mucho preguntar averiguamos que a dos kilómetros a pie había un refugio. Ante la posibilidad de que estuviera vacío, insistimos en que alguien nos acompañara hasta él. Finalmente nos enseñó el camino un chico del pueblo seguido de veinte niños y, al llegar, suspiramos aliviadas al ver aparecer al encargado. Cuando las necesidades de comida y techo estuvieron cubiertas, nuestros ojos se dieron cuenta de que estábamos rodeadas por montañas de más de tres mil metros de altura y que un trozo del cielo se había despejado para que pudiéramos ver la cima del Nun (un siete mil). En frente del refugio había cuatro casitas de adobe entre las que pastaban vacas y caballos. Para mí la definición de paraíso no son las playas de Tailandia, aunque considerando lo dura que es la vida aquí en invierno, quizás debería pensármelo dos veces antes de definir con ese nombre el pueblo de Parkachik.

Decidimos posponer nuestro viaje a Padum para visitar el glaciar y ver la cima nublada del Nun desde una de las montañas cercanas al refugio. En nuestros paseos por el valle nos acompañaron algunos grupos de niñas pidiendo diez rupias, chocolate, un bolígrafo o crema para estar bonitas. Más tarde llegaron un grupo de niños menos insistentes en la crema y los bolígrafos pero más curiosos por nuestra extraña forma de hablar. Por la tarde cambiamos a los niños por adultos: Un grupo de diecisiete vecinos de Kargil llegaron a Parkachik para acampar y disfrutar de un día lejos de la ciudad. Tomamos un té salado dentro de su haima mientras discutíamos sobre si los israelitas merecen tan poca estima como la que ellos demuestran por Palestina. Un tema muy recurrente en Cachemira y Kargil.

Padum

La única manera de llegar hasta Padum desde Parkachic era en autoestop, así que nos plantamos en la carretera a las siete de la mañana. La espera se hizo corta gracias a unas niñas curiosas. Entre dibujos, fotos, canciones y juegos, el tiempo voló y a las nueve nos sorprendió un camión que iba a Padum.

Dentro de la cabina había cuatro chicos de Cachemira, por lo que el viaje fue incómodo pero entretenido. Nos ofrecieron comida, té y una clase magistral sobre cómo conducir un camión. El viaje de más de diez horas por una carretera sin asfaltar no fue fácil, pero las vistas, la generosidad y la compañía lo hicieron más entretenido que viajar en un jeep compartido.

Finalmente llegamos a Padum y, en la oscuridad de las nueve de la noche, debíamos encontrar un lugar en el que dormir. El hostal más barato, según el propietario del camión, estaba completo, pero nos quedaba la opción de dormir en la casa de la família de su amigo por 800 rupias. Estábamos a punto de aceptar la oferta cuando de repente el conductor nos pidió mil rupias por el viaje. Nuestra alegría se convirtió en desconfianza y decepción; unos cambios de ánimo a los que ya debería estar acostumbrada después de cuatro meses viajando por India.

Pero cuando en India recibes una bofetada, enseguida aparece alguien que alivia el golpe. Esa fue la tarea de Asif, uno de los chicos que viajaba en el camión y que asumió que la situación era incómoda tanto para él como para nosotras. Negoció con el conductor testarudo unas 500 rupias y luego nos acompañó a casa de la família para regatear con la señora un precio más justo por una habitación con cuatro colchones en el suelo y sin ducha.

Al día siguiente Padum amaneció iluminado por un intenso sol. Parecía increíble que la vida se desarrollara con tanta normalidad en ese remoto valle rodeado de grandes montañas desérticas. El aire polvoriento me hacía estornudar y por sus cuatro calles se movían los jeeps transportando a numerosos grupos de turistas italianos. Quizás le faltaba la tranquilidad de Panikhar y Parkachik y sus calles no dejaban entrever el encanto de ese valle con el que llevábamos cuatro días soñando, pero Padum ya merecía la pena por el largo viaje que improvisamos para llegar a él y por la buena lección que este nos había enseñado: El camino largo siempre es el mejor para llegar al fin del mundo.

El arte de vivir

Los paisajes desérticos que veíamos a través de la ventanilla del camión anunciaban el fin del mundo. Resultaba sorprendente que, de pronto, en medio de un valle árido apareciera una casa, un campo de trigo y un pequeño rebaño de vacas. Si me hubieran abandonado en cualquier punto del camino, estoy casi segura que hubiera muerto de hambre y frío, pero parece que alguien había llegado a ese desierto antes que nosotras y se las había apañado para sobrevivir.

Si tuviera que describir Padum en una frase diría que son cuatro casas situadas en medio de la nada. Probablemente esta descripción sorprendería (o incluso ofendería) a los locales, pues para ellos Padum es un lugar lleno de posibilidades invisibles para unos ojos acostumbrados a las comodidades del mundo occidental. O así lo demuestra una breve conversación con una joven local.

– ¿En invierno estáis aislados por la nieve?

– Sí.

– ¿Y no os aburrís?

– No.

-¿Qué hacéis?

– Muchas cosas: Esquiamos.

Es inevitable replantearse los valores de la vida moderna al viajar por uno de los valles más remotos de India. Pasar quince días sin wifi, tener acceso a un solo cibercafé que sufre constantes cortes de luz, tomar un té cargado de leche en el oscuro salón de una casa, pedir donde está el baño y que te señalen un balde de agua o un agujero en el suelo. Que cada una de estas cosas te sorprenda tanto como las áridas e inmensas montañas que rodean Padum, y que admires con cierta compasión a esa gente que no necesita consultar diariamente el facebook ni se desespera con los imprevisibles cortes de luz, revela hasta qué punto nos hemos complicado la vida.

En realidad no se necesita demasiado para vivir, y así lo demuestran los habitantes de Padum al construir su felicidad en unas condiciones durísimas. Entendiendo la palabra dureza según la perspectiva de los turistas que vivimos en un contexto en el que parece natural que el agua deba salir caliente al girar el grifo, que el hogar esté climatizado a la temperatura ideal; que la fruta fuera de temporada esté presente en el supermercado durante todo el año y a que el wifi sea el nuevo dios omnipresente.

A los habitantes de Padum no parece importarles quedarse aislados durante los cuatro meses de invierno ni ser privados de las comodidades de vivir en un terreno más indulgente. Parece que una casa con vistas al horizonte, un pequeño huerto y unos termos llenos de té son suficientes para vivir decentemente o incluso para ser feliz. Su personalidad ha sido forjada por una tierra árida, unas montañas peladas y un frío seco que cubre de nieve el valle durante el largo invierno. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, el resultado ha sido un carácter amable, con un sentido muy particular del humor y una aparente seriedad que se rompe con un «juley» y desaparece del todo con una taza de té y unos guisantes en tus manos.

Waris Dirie, una emigrante sudanesa que llegó a Estados Unidos huyendo de un matrimonio concertado, afirma en su libro Amanecer en el desierto que de niña no fue consciente de su pobreza hasta que vio a otros niños con zapatos. Espero que los padumeses, al ver a los grupos de turistas que llegan en jeeps cargados de cosas que no necesitan, no sientan complejo de pobreza. Al contrario, espero que valoren su estilo de vida ajeno a nuevas e inútiles necesidades y que se sientan orgullosos de haber aprendido a ser felices en medio de la nada.

 

Turtuk: Historia de un diluvio

 

C. e I. seguían el estrecho camino de barro con cuidado de no caer sobre los campos de patata. Caminaban bajo un cielo azul cubierto por unas escasas nubes y, al dejar las mochilas sobre la dura cama, corrieron por ese camino que ya conocían -con cuidado, otra vez, de no caer sobre los campos de patata, para disfrutar de las montañas peladas que se asomaban sobre el valle de Nubra. I. repasó con la mirada la cordillera de montañas que rodeaban el pueblo. Lo hizo con rapidez, intuyendo la belleza del paisaje sin intentar retenerla, postergando un examen más detallado del valle para mañana.

Al día siguiente C. e I. volvieron a recorrer el camino embarrado con cuidado de no caer sobre los campos de patata. Esta vez bajaron hacia la carretera y se entrometieron en la vida de la escuela. Pasaron frente al hospital, frente a las tienditas de galletas, patatas fritas y jabón; pasaron frente al restaurante y frente a la base militar hasta vislumbrar a lo lejos el puente que marcaba el límite de su paseo. Seis kilómetros más allá comenzaba Pakistán y la presencia de extranjeros cerca de esa frontera estaba prohibida.

Finalizado el paseo, C. e I. volvieron a reseguir el camino enfangado vigilando de no caer sobre los campos de patata. Entonces las nubes llegaron para quedarse varadas entre las montañas uno, dos, tres y más días. Más días de los que C. e I. esperaban quedarse en Turtuk; más días de los que duraba su permiso para estar allí.

El segundo día de lluvia C. e I. volvieron a deslizar sus pies sobre el camino enfangado intentando, con mayor dificultad que de costumbre, no caer sobre los campos de patata. Se dirigían hacia la parada de bus. Allí les acompañaron en su espera otra pareja extranjera que el día anterior ya había intentado sin éxito salir de Turtuk. Después de media hora de espera, un puntito blanco apareció en la carretera y cuatro locales -haciendo gala de su sabiduría local sobre el imprevisible transporte local, se presentaron en la parada en el momento exacto en que llegó el autobús.

Al cabo de pocos kilómetros, el conductor, que prestaba más atención a las inestables montañas que a la carretera, decidió que era más seguro esperar a que la montaña se deshiciera para que luego arreglaran la carretera. Después de un té caliente la lógica hizo acto de presencia y el conductor se dio cuenta de que quizás la montaña se obstinaría a seguir entera durante unas largas horas, así que tomó otra decisión: Volver a Turtuk.

Esa noche I. no solo caminó con dificultad sobre el caminito fangoso que rodeaba los campos de patata, también le costó escalar los cuatro escalones de camino al baño, y se desmayó bajo la lluvia y bajo la voz alarmada del chico del hostal que, agarrándole la mano, gritaba: «¡Madam! ¡Madam!»

El tercer día de lluvia C. y una I. aún recuperándose de una noche difícil, lo pasaron leyendo. Durante el día asimilaron con resignación la notícia de que el tercer paso motorizable más alto del mundo que comunica Diskit con Leh estaba bloqueado, que un grupo de israelíes alojados en un hostal vecino estaban perdiendo la paciencia, y que la policía ya sabía de nuestra situación: Ocho turistas atrapados por la lluvia en el hostal Issu, con sus permisos caducados y miedosos de una montaña a la que escuchaban deshacerse, pero aún cargados con la esperanza de que mañana la lluvia parara.

No lo hizo, y el día amaneció con las tres salidas hacia la carretera bloqueadas por pequeños aludes. El grupo de israelíes desesperados se desesperó aún más y comunicó su desesperación a la oficina de Leh, quien a su vez comunicó a la embajada de Israel que un buen puñado de sus compatriotas se encontraban desesperadamente atrapados en Turtuk. Mientrastanto, C. y una I. completamente recuperada volvieron a quedarse otro día en sus camas, leyendo y esperando pacientemente a que mañana la lluvia parara.

No lo hizo, y la desesperanza del grupo de israelíes aumentó. La de N., otro chico israelí alojado en el mismo hostal que C. e I., también. Su plan desesperado para escapar de Turtuk al día siguiente era el de caminar los diez kilómetros de carretera bloqueda y esperar, bajo la lluvia y bajo la posibilidad de nuevos aludes, algún vehículo que lo llevara a Diskit.

La paciencia del resto de los huéspedes del hostal se aguantaba con pinzas gracias a la eficiencia del encargado del hostal, a las deliciosas cenas que preparaba su mujer y a las cuatro tazas de té diarias. Esa tarde un cicloturista alemán llegó a Turtuk sorteando los aludes del camino desde Leh y se unió a ese grupo de ocho extranjeros que, entre libros, chocolatinas, té, juegos y sesiones de peluquería, esperaban pacientemente a que la lluvia parara mañana.

Sí lo hizo, y C. e I. volvieron a pasearse por los caminos embarrados con cuidado, otra vez, de no caer en los campos de patata. Se dirigían hacia la comisaría de policía donde tomaron un té con los miembros del gabinete de emergencia que les informaron de que la situación en Jammu y Cachemira era mucho más delicada: Las lluvias se habían cobrado cien víctimas (de momento), pero, a pesar de todo, mañana la carretera estaría limpia y el bus local podría llevarlas hasta Diskit.

Por la tarde, un chico vestido con un chándal de color gris y cargando una botella de leche llegó con una información diferente: Mañana la carretera hacia Diskit seguiría bloqueada, pero los militares tenían la misión de evacuar a los extranjeros atrapados en Turtuk. C. , I. y los treinta y ocho turistas restantes, si querían salir del pueblo mañana, debían llegar hacia Gravi, donde un vehículo militar los esperaría para llevarlos a Diskit. Dicho esto el chico vestido con un chándal gris exclamó: «¡Que me olvido la leche!» y desapareció.

Que los militares tuvieran un plan para sacar a los extranjeros atrapados en Turtuk era un alivio, sin embargo el problema era conseguir un transporte hacia Gravi, una tarea difícil teniendo en cuenta que después del largo aislamiento la gasolina no abundaba en Turtuk. Pero en otra demostración de eficiencia, el encargado del hostal (y, desde hacía seis días, encargado también de cuidar a ocho turistas) consiguió tomar prestado un coche que conduciría su hermano hasta Gravi, donde C. e I. y sus compañeros de encierro deberían caminar sobre el alud que bloqueaba la carretera hasta llegar al punto en el que los esperaría el vehículo militar.

Otro problema apareció a las diez de la noche. Después de que C. e I. hubieran preparado el equipaje y se dispusieran a cerrar los ojos para soñar con su llegada a Leh, tres compañeros de encierro llegaron con la noticia de que el grupo de israelíes desesperados había decidido no salir mañana de Turtuk, pues el cónsul de su país les aconsejó no tomar riesgos en una carretera que no estaba aún preparada para la circulación de vehículos civiles. Entre las advertencias se nombró la situación realmente desesperada de Jammu y Cachemira y de un israelí desaparecido. Con esta información, sin la certeza de que el clima no volviera a cambiar y bajo la opinión de que los cónsules suelen ofrecer consejos conservadores, C., I. y otros tres compañeros de encierro decidieron arriesgarse a salir de Turtuk bajo la tutela militar.

C. e I. volvieron a caminar con cuidado de no caer sobre las flores de patata. Esta vez se dirigían hacia la puerta de salida del pueblo. Mientras hacía equilibrios sobre el barro, a I. le perseguía la extraña sensación de estar abandonando su hogar para reencontrarse con un viejo conocido. I. arrinconó ese pensamiento impresionada por los mimos que los militares ofrecían a los diez turistas que habían decidido tomar el riesgo de salir de Turtuk esa mañana.

Después de un vaso de té con galletas y de mostrar sinceras preocupaciones sobre el estado de ánimo de los extranjeros, un camión militar con dos españolas, un canadiense, dos israelíes y cinco coreanos llegó a Diskit. Desde allí los dos israelíes, el canadiense y las dos españolas compartieron un jeep hasta Leh. Mientras se acercaban hacia esa pequeña ciudad rodeada por una bonita cordillera nevada, I. pensaba que esas casitas en forma de caja parecían un sueño y que Turtuk, su otro hogar, quedaba ya muy lejos.

C. e I llegaron sanas y enteras a Leh. La única víctima que se cobró el viaje fue la tableta de I. quien, después de la evidente cara de «¡qué c*** ha pasado!», se calmó y empezó a reflexionar en lo que verdaderamente importa. A saber: Que ninguna montaña les había caído encima y que todas las cosas materiales se pueden reemplazar, no así las más de cien vidas perdidas en Jammu y Cachemira.

Una vez superada la cara de «¡qué c*** ha pasado!», I. está pensando en cómo reemplazar una tableta tan buena, bonita y barata como la que tenía y, sobre todo, en cómo financiarla. Por esta razón, de momento el blog queda parado hasta que I. pueda permitirse la compra de otra tableta que le permita seguir actualizándolo.

Si quieres ayudarla, a la tienda del blog han llegado unos preciosos foulares que te pueden ayudar a pasar un otoño e invierno calentito o pueden ser un regalo original de Navidad. Los beneficios irán destinados a financiar la nueva tableta de I. para que pueda continuar explicando su viaje.

I. agradece a los libros Anatomía de un instante, Comer animales, El libro de los abrazos y El Dios de las pequeñas cosas por hacerle más llevaderos los días de lluvia. A su difunta tableta por las horas de lectura, de escritura en el blog y de cotilleo por las redes sociales. Al responsable del hostal Issu de Turtuk por su eficiencia y su preocupación. A su hermano por agarrarle la mano mientras se desmayaba sobre los escalones del baño. Y a C. por la clase de aeróbic, por no desesperarse, por prestarle su tableta para escribir esta entrada, por el fortasec y por su apoyo moral.

Postales de Ladakh

A los ladakhís les gusta presumir de su aislamiento afirmando con orgullo que su «tierra es tan árida y las montañas tan altas que solo nuestros peores enemigos o nuestros mejores amigos quieren visitarnos». Yo añadiría un tercer grupo: El de los viajeros que confían en otros viajeros cuando les dicen que Ladakh es el lugar más bonito del mundo. O sea gente como yo, a la que le basta una recomendación tan tajante para que incluya esta región en su ruta por India.

Me alegra haberle hecho caso y tener así entre mis recuerdos de India imágenes de vacas, del Ganges con sus orillas llenas de plásticos, de sadus, de campos de arroz y, sobre todo, de montañas. Montañas de más de tres mil metros de altura, áridas y moldeadas por los monjes que han construido en ellas sus templos…

No sé cómo continuar.

Aunque lo he intentado, no me alcanzan las palabras -o yo no soy lo bastante habilidosa para alcanzarlas- para hacerte entender por qué Ladakh es uno de los lugares más especiales del mundo. Por eso se me ha ocurrido otra manera de mostrarte la belleza de esta región: Enviándote unas postales.

Ahí van:

glaciar de Ladakh

monje en Ladakh

templo en ladakh

lago en Ladakh

lamayuru, Ladakh

templo lamayuru, Ladakh

pedigüeñas ladakh

pangong tso ladakh

turtuk ladakh

nubra valley ladakh

nubra valley ladakh

pangong tso ladakh

Lástima que mis ajustados conocimientos técnicos sobre fotografía no me permitan enviarte postales nocturnas de esta región. Deberás creerme cuando te diga que las noches en Ladakh son mágicas.

Recuerdo la primera noche de luna llena en Padum y cómo las montañas parecían aún más imponentes bajo su luz. Pero guardo un recuerdo aún más especial de la última noche en Turtuk. Por fin había dejado de llover y el cielo estaba despejado. También era una noche de luna llena (o justo estaba dejando de serlo) y, bajo un cielo negro plagado de estrellas, el perfil de las montañas aparecía salpicado por una nieve del color de la plata.

Esa imagen que guardo en mi memoria es la mejor postal de todas.

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📍 Se llama Güigüi y si no quieres sufrir, puedes c 📍 Se llama Güigüi y si no quieres sufrir, puedes contratar una excursión en barco desde La Aldea o Puerto de Mogán, pero no son baratas.

👉🏻 Lo que yo te recomiendo es que hagas la excursión desde Tasartico: Es una caminata de dos horas (solo ida) entre montañas y una vegetación única con la recompensa final de un baño fresquito en una playa desértica. 

Solo estarás tú (y una decena de excursionistas más), las olas y las montañas. 🏝️

En el blog te cuento más detalles sobre esta excursión 🔗 Haz clic en el enlace de mi perfil. 😊

#canarias #islascanarias #grancanaria #playas #playasdeespaña
Se nota que en Lanzarote estuve con planbviajero p Se nota que en Lanzarote estuve con planbviajero porque tengo fotos decentes de mí misma. 🥹 Se los echa de menos.

#photodump #canarias #islascanarias #lanzarote
En Tenerife me ocuparon la furgo mis sobrinos, un En Tenerife me ocuparon la furgo mis sobrinos, un ratoncito y una cucaracha. A los primeros los echo mucho de menos. 🥹

#tenerife #canarias #teide #islascanarias
Creo que es la primera vez que lloro al llegar a u Creo que es la primera vez que lloro al llegar a una cima. 🥹 ¡Qué experiencia más increíble es subir al Teide para ver el amanecer!

#canarias #tenerife #hikinglife #teide
Si algo queda claro, es que experta en animales ma Si algo queda claro, es que experta en animales marinos no soy. 😬

👇 Más info sobre el avistamiento de ballenas en Tenerife.

🚤 La lancha sale del Puerto de Santiago.

🐬 Se suelen ver delfines o calderones. Ver los dos es tener mucha suerte.

👶🏻 Pueden hacer el tour desde bebes de 0 meses. Nosotros íbamos con uno de 5 y un niño de 3.

💸 Esta ruta dura 2 horas y cuesta unos 28€. Si quieres que te pase el enlace del tour que reservamos nosotros, escríbeme por privado.

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Me ha costado elegir las imágenes que resuman este Me ha costado elegir las imágenes que resuman este mes por Gran Canaria, pero ahí va:

1. Playa Güigüí: 😮‍💨 Llegué tan sudada del largo camino que ha sido una de las pocas veces que me he metido en el frío mar. 

2 y 3. La Fortaleza: Fue toda una sorpresa encontrar tantas zonas arqueológicas en la isla.

4 y 5. Si tuviera que elegir un lugar donde vivir en Gran Canaria, sería en el Corral de los Juncos para disfrutar los mejores atardeceres desde mi ventana. 😍

6. Mis primeras papas arrugadas: Acabé empachada. ¡Pensaba que las raciones eran más pequeñas! Pero disfruté hasta la última papa del plato.

7. Gran Canaria ha sido el campo de pruebas de la furgo (antes de este viaje no había salido más de una semana con ella). Como no la conocía muy bien, salieron algunos fallos y la lié en alguna ocasión. Fue difícil encontrar talleres que atendieran urgencias en la isla y el único que encontré fue el mejor: projectcampergc me salvaron en más de una ocasión y me tuvieron una paciencia infinita. 🙏

8. Sinceramente, pensaba que el atardecer en Maspalomas iba a ser más bonito.

9 y 10. Me agobié mucho en Mogán con tanto turismo. A penas se podía caminar por el puerto, pero tomé un desvío por la montaña y encontré algunos rincones más tranquilos. 😌

11, 12 y 13. Aprender a lidiar con el viento en la costa de Gran Canaria ha sido todo un reto. 🫣

14. Si vas a Gran Canaria algún día, no te pierdas el Museo de la cueva pintada de Gáldar.

15. ¡Encontré gofio vegano en el lugar menos esperado! Se suele hacer con caldo de pescado y harina, pero en un restaurante perdido entre las montañas de Teror lo hacen con caldo vegetal.

16. Los gallos de Teror tienen complejo de paloma y van pidiendo comida a los turistas.

17. No esperaba dormir frente a rincones como este cerca de Las Palmas y de una de las autopistas más transitadas.

18 y 19. Casi todos los pueblitos en este mes de agosto se visten de fiesta. 🎉 Una de las más importantes es La Rama de Agaete con la que me crucé de pura casualidad.

20. Un gatito vino a despedirse de mí mientras esperaba el ferry para Tenerife.

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📍 Estas vistas espectaculares del Teide se encuent 📍 Estas vistas espectaculares del Teide se encuentran en la zona de acampada del Corral de los Juncos.

Después de recorrer Gran Canaria con la furgo durante un mes, creo que puedo afirmar que es la mejor zona de acampada de toda la isla: Tiene agua, tiene baños, tiene zona de aguas grises y negras, y tiene los mejores atardeceres que he visto en Gran Canaria.

¿Qué más se puede pedir? ¿Que sea gratis? ¡Pues también lo es! 🥳

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Esto son las fotos. Y esto la realidad 👇 El bosqu Esto son las fotos. Y esto la realidad 👇

El bosque de bambú de Arashiyama es muy bonito, pero:

- Hay muchísima gente. Para sacar fotos (casi) sola me tuve que plantar allí a las 8 de la mañana y aún así bastante gente tuvo la misma idea.
- Es un paseo corto y estrecho en el que tienes que ir esquivando a la gente que está posando.

🎋 Si ya has visto bosques de bambú en otras partes de Asia, creo que *no* merece la pena desplazarse hasta Arashiyama; pero si ya está en tus planes, aprovecha para ver otros lugares que hay en el barrio de Sagano, ¡que son unos cuantos! 

🔗 En el enlace del perfil te propongo una ruta de un día bastante completa.

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¿Sabes esos lugares de los que has visto tantas fo ¿Sabes esos lugares de los que has visto tantas fotos que crees que no te van a sorprender? Pues NO es el caso de Fushimi Inari Taisha. ⛩️

🔗 En el enlace del perfil hay una guía del lugar con todo lo que ver en el santuario, que no es poco…

#fushimi #fushimiinari #fushimiinarishrine #shrine #santuario #sinto #kioto #japan #japón #visitjapan #japantravelgallery #japantravelphoto
Los campos de arroz de Shirakawago en verano están Los campos de arroz de Shirakawago en verano están cubiertos de agua y se crea un bonito efecto espejo. 😍 Además, fue el único lugar de Japón en el que no me derretí de calor en julio. 🫠

Si viajas en esa época a Japón, Shirakawa es parada obligatoria no solo por lo tremendamente bonito que es, sino para tomarte un descanso del calor bochornoso.

#japon #shirakawa #shirakawago #viajar #viajes #asia #visitjapan #paisaje #landscape
De cuando pasé un día en la campiña japonesa y me De cuando pasé un día en la campiña japonesa y me metí por accidente en la madriguera de Totoro. 😌

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Kenrokuen es uno de los jardines más bonitos de Ja Kenrokuen es uno de los jardines más bonitos de Japón. Y no lo digo yo, lo dicen los mismos japoneses que lo han incluido en la lista de los 3 jardines más bonitos del país. 

😍 Sin duda, no me arrepiento de haberlo incluido en mi ruta por Japón.

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Las esculturas de Jizō están por todos los caminos Las esculturas de Jizō están por todos los caminos de Japón. Si, por lo que sea, durante un largo tramo de bosque no hay ninguna esculpida, se hace un montículo de piedritas y se le coloca un gorrito y delantal rojo. Eso ya es suficiente para proteger el camino y a todos los viajeros que nos paseamos por él.

Algunas de las esculturas de Jizo más bonitas que vi se encuentran en esta hilera que protege un tramo de los caminos de Nikko. Todas son diferentes y allí están, transmitiendo calma a los senderistas mientras el paso del tiempo las cubre de musgo. 

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Creo que nunca he subido a tantos miradores como e Creo que nunca he subido a tantos miradores como en Tokio. 😅 

Aquí van unas fotos de mis favoritos: Shibuya Sky y Tokyo City View. 🗻 Creo que me gustaron tanto porque tuve la enorme suerte de que el Monte Fuji se pasara por las ventanas de ambos miradores a saludar.

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