¿Se puede dormir en una atracción de feria? Yo lo hice. Con los baches que había en la carretera para llegar a Kakarvitta (la frontera este entre Nepal e India), el autobús parecía El saltamontes que cada verano llega a mi ciudad, junto con las nubes de azúcar, las escopetas de balas de goma y los patitos de plástico que debes pescar si quieres un peluche. Creo que alguna vez incluso levité sobre mi asiento. Pero, a pesar de todo, conseguí dormir.
A pesar incluso de mi compañera: una mujer vestida con un sari verde que nada más sentarse a mi lado empezó a rebuscar en su enorme bolso algo que no consiguió encontrar, mientras paseaba su codo por mi barriga, mi pecho y mi cara. Luego se acordó que había alguien en la calle esperándola hasta que el bus comenzara la ruta, así que echó todo su cuerpo sobre mi regazo y gritó por la ventana.
Reconozco que durante el viaje el autobús era una sauna, pero yo, con un resfriado que apenas me dejaba respirar, ya hacía suficiente esfuerzo dejando la ventana medio abierta. Quizás no se dio cuenta de que tenía un pañuelo pegado a mi nariz o que tenía tanto frío que llevaba el jersei puesto, por lo que la señora (por llamarla de algún modo sin faltarla al respeto) abrió la ventana dejando entrar todo el viento y también el polvo de la carretera sin asfaltar. Mi respuesta fue rápida: volví a cerrar la ventana mientras la oía protestar.
Por fin el autobús paró y la señora y yo firmamos una tregua para ir al baño. Cuando aún me decidía si volver a subir para reanudar la batalla, oí una voz insistente que me decía «Hello sister!» No me giré pensando que era el vendedor de pepinos intentándome vender uno, pero en realidad era un señor de pelo rizado llamado Raju intentando invitarme a uno. «El invitado es Dios», me decía, y me trató como tal: compartió sus fideos conmigo e incluso un trocito de guthka, una nuez que se convierte en polvo, se mastica y escupe, como la nuez de betel.
Habiendo en ese autobús personas como Raju, qué mala suerte había tenido con mi compañera de viaje. Al volver a subir, me la encontré sentada tranquilamente en mi asiento. Le dije que volviera a su lugar, pero se hizo la sorda y la tonta. No me quedó más remedio que soltar algunas palabras poco bonitas en castellano y ponerme todo lo cómoda posible en su asiento: estiré las piernas en el pasillo, me recosté sobre mi lado derecho y ocupé todo el espacio que necesitaba para poder dormir cómodamente. Y dormí dejándome llevar por el vaivén del autobús, aprovechando que la amable señora amortiguaba los golpes.
Entre más invitaciones a té y sus preocupaciones por si me encontraba bien y podía dormir, Raju y yo acabamos el viaje sentados uno al lado del otro. Yo le enseñé algunas palabras de castellano y él las fotos de su mujer, hijos, perro y vaca. Nos despedimos con un apretón de manos, juntando nuestras cabezas y con una vaga promesa de encontrarnos en India. «A mi família le encantaría conocerte». A la señora ni siquiera la miré. Ella, a mi, tampoco.
Y así, quince horas después, me despedía de la cara más dura de Nepal, pero también de la más amable.
Ahora estoy en Darjeeling, pagando 200 rupias por la habitación número trece de un hostal con vistas a una tienda de caramelos y a una calle que cada mañana se llena de estudiantes uniformados. Llegar hasta esta ciudad no fue fácil para el copiloto del jeep, que se mareó y vomitó el desayuno por la ventana. Así, un viaje que tenía que durar tres horas, se alargó una más para limpiar la carrocería.
A pesar del viaje, mi llegada a India no ha sido traumática. El caos, las vacas, la suciedad, el ruido y la pobreza que tantas veces se nombran en las conversaciones sobre India, aquí no se dejan ver. De hecho, parece que aún siga en Nepal, pero no en la atareada Katmandú, si no en algún pueblo del este. Aún sigo comiendo momos, chowmein y thali nepalí, y las caras en las calles me parecen las mismas que las del país vecino.
Darjeeling, con una neblina que recubre los edificios ingleses roídos por la humedad, responde más al tópico del Reino Unido que al de India. Si no fuera por las señoras vestidas con el sari y los monos pidiendo comida en las calles, pensaría que me encuentro en alguna vieja calle de Edimburgo. Las calles están limpias (o todo lo limpias que pueden estar en India) y el tráfico es caótico, pero se puede pasear tranquilamente, incluso es posible sentarse en un rincón y tomar prestado el wifi de un hotel. De vez en cuando la neblina deja entrever los campos de té que cubren las montañas y a las trabajadoras recolectando las hojas sobre sus cestos, o tomándose un descanso entre los arbustos.
Me alegro de no haberme topado aún con el famoso caos de India. Después de quince horas de viaje al lado de una señora gruñona no creo que hubiera reaccionado muy bien. De hecho, me parece que aún no estoy preparada para lidiar con India, así que he decidido poner rumbo a Sikkim, al reino olvidado, a esa zona de India que dicen que no es India.
Em vaig sentir molt Míriam aquella nit jajaja
Yuhu! 🙂 Hacía tiempo que no te leía!! Qué tal sigues por ahí??
Soy Laura
Paso calor y estoy más perdida que un pulpo en un garage, pero en Calcuta es imposible aburrirse con la de personages que hay por la calle.
Bienvenida a India entonces! Cada pueblo, cada ciudad, cada estación de tren es una nueva frontera que vas a cruzar. Disfrutalo.
Abrazo grande!
L&L
Ya estoy notando la diferencia abismal incluso en ciudades de una misma región. ¡Y el calor también!
¡Abrazos!