C. e I. seguían el estrecho camino de barro con cuidado de no caer sobre los campos de patata. Caminaban bajo un cielo azul cubierto por unas escasas nubes y, al dejar las mochilas sobre la dura cama, corrieron por ese camino que ya conocían -con cuidado, otra vez, de no caer sobre los campos de patata, para disfrutar de las montañas peladas que se asomaban sobre el valle de Nubra. I. repasó con la mirada la cordillera de montañas que rodeaban el pueblo. Lo hizo con rapidez, intuyendo la belleza del paisaje sin intentar retenerla, postergando un examen más detallado del valle para mañana.
Al día siguiente C. e I. volvieron a recorrer el camino embarrado con cuidado de no caer sobre los campos de patata. Esta vez bajaron hacia la carretera y se entrometieron en la vida de la escuela. Pasaron frente al hospital, frente a las tienditas de galletas, patatas fritas y jabón; pasaron frente al restaurante y frente a la base militar hasta vislumbrar a lo lejos el puente que marcaba el límite de su paseo. Seis kilómetros más allá comenzaba Pakistán y la presencia de extranjeros cerca de esa frontera estaba prohibida.
Finalizado el paseo, C. e I. volvieron a reseguir el camino enfangado vigilando de no caer sobre los campos de patata. Entonces las nubes llegaron para quedarse varadas entre las montañas uno, dos, tres y más días. Más días de los que C. e I. esperaban quedarse en Turtuk; más días de los que duraba su permiso para estar allí.
El segundo día de lluvia C. e I. volvieron a deslizar sus pies sobre el camino enfangado intentando, con mayor dificultad que de costumbre, no caer sobre los campos de patata. Se dirigían hacia la parada de bus. Allí les acompañaron en su espera otra pareja extranjera que el día anterior ya había intentado sin éxito salir de Turtuk. Después de media hora de espera, un puntito blanco apareció en la carretera y cuatro locales -haciendo gala de su sabiduría local sobre el imprevisible transporte local, se presentaron en la parada en el momento exacto en que llegó el autobús.
Al cabo de pocos kilómetros, el conductor, que prestaba más atención a las inestables montañas que a la carretera, decidió que era más seguro esperar a que la montaña se deshiciera para que luego arreglaran la carretera. Después de un té caliente la lógica hizo acto de presencia y el conductor se dio cuenta de que quizás la montaña se obstinaría a seguir entera durante unas largas horas, así que tomó otra decisión: Volver a Turtuk.
Esa noche I. no solo caminó con dificultad sobre el caminito fangoso que rodeaba los campos de patata, también le costó escalar los cuatro escalones de camino al baño, y se desmayó bajo la lluvia y bajo la voz alarmada del chico del hostal que, agarrándole la mano, gritaba: «¡Madam! ¡Madam!»
El tercer día de lluvia C. y una I. aún recuperándose de una noche difícil, lo pasaron leyendo. Durante el día asimilaron con resignación la notícia de que el tercer paso motorizable más alto del mundo que comunica Diskit con Leh estaba bloqueado, que un grupo de israelíes alojados en un hostal vecino estaban perdiendo la paciencia, y que la policía ya sabía de nuestra situación: Ocho turistas atrapados por la lluvia en el hostal Issu, con sus permisos caducados y miedosos de una montaña a la que escuchaban deshacerse, pero aún cargados con la esperanza de que mañana la lluvia parara.
No lo hizo, y el día amaneció con las tres salidas hacia la carretera bloqueadas por pequeños aludes. El grupo de israelíes desesperados se desesperó aún más y comunicó su desesperación a la oficina de Leh, quien a su vez comunicó a la embajada de Israel que un buen puñado de sus compatriotas se encontraban desesperadamente atrapados en Turtuk. Mientrastanto, C. y una I. completamente recuperada volvieron a quedarse otro día en sus camas, leyendo y esperando pacientemente a que mañana la lluvia parara.
No lo hizo, y la desesperanza del grupo de israelíes aumentó. La de N., otro chico israelí alojado en el mismo hostal que C. e I., también. Su plan desesperado para escapar de Turtuk al día siguiente era el de caminar los diez kilómetros de carretera bloqueda y esperar, bajo la lluvia y bajo la posibilidad de nuevos aludes, algún vehículo que lo llevara a Diskit.
La paciencia del resto de los huéspedes del hostal se aguantaba con pinzas gracias a la eficiencia del encargado del hostal, a las deliciosas cenas que preparaba su mujer y a las cuatro tazas de té diarias. Esa tarde un cicloturista alemán llegó a Turtuk sorteando los aludes del camino desde Leh y se unió a ese grupo de ocho extranjeros que, entre libros, chocolatinas, té, juegos y sesiones de peluquería, esperaban pacientemente a que la lluvia parara mañana.
Sí lo hizo, y C. e I. volvieron a pasearse por los caminos embarrados con cuidado, otra vez, de no caer en los campos de patata. Se dirigían hacia la comisaría de policía donde tomaron un té con los miembros del gabinete de emergencia que les informaron de que la situación en Jammu y Cachemira era mucho más delicada: Las lluvias se habían cobrado cien víctimas (de momento), pero, a pesar de todo, mañana la carretera estaría limpia y el bus local podría llevarlas hasta Diskit.
Por la tarde, un chico vestido con un chándal de color gris y cargando una botella de leche llegó con una información diferente: Mañana la carretera hacia Diskit seguiría bloqueada, pero los militares tenían la misión de evacuar a los extranjeros atrapados en Turtuk. C. , I. y los treinta y ocho turistas restantes, si querían salir del pueblo mañana, debían llegar hacia Gravi, donde un vehículo militar los esperaría para llevarlos a Diskit. Dicho esto el chico vestido con un chándal gris exclamó: «¡Que me olvido la leche!» y desapareció.
Que los militares tuvieran un plan para sacar a los extranjeros atrapados en Turtuk era un alivio, sin embargo el problema era conseguir un transporte hacia Gravi, una tarea difícil teniendo en cuenta que después del largo aislamiento la gasolina no abundaba en Turtuk. Pero en otra demostración de eficiencia, el encargado del hostal (y, desde hacía seis días, encargado también de cuidar a ocho turistas) consiguió tomar prestado un coche que conduciría su hermano hasta Gravi, donde C. e I. y sus compañeros de encierro deberían caminar sobre el alud que bloqueaba la carretera hasta llegar al punto en el que los esperaría el vehículo militar.
Otro problema apareció a las diez de la noche. Después de que C. e I. hubieran preparado el equipaje y se dispusieran a cerrar los ojos para soñar con su llegada a Leh, tres compañeros de encierro llegaron con la noticia de que el grupo de israelíes desesperados había decidido no salir mañana de Turtuk, pues el cónsul de su país les aconsejó no tomar riesgos en una carretera que no estaba aún preparada para la circulación de vehículos civiles. Entre las advertencias se nombró la situación realmente desesperada de Jammu y Cachemira y de un israelí desaparecido. Con esta información, sin la certeza de que el clima no volviera a cambiar y bajo la opinión de que los cónsules suelen ofrecer consejos conservadores, C., I. y otros tres compañeros de encierro decidieron arriesgarse a salir de Turtuk bajo la tutela militar.
C. e I. volvieron a caminar con cuidado de no caer sobre las flores de patata. Esta vez se dirigían hacia la puerta de salida del pueblo. Mientras hacía equilibrios sobre el barro, a I. le perseguía la extraña sensación de estar abandonando su hogar para reencontrarse con un viejo conocido. I. arrinconó ese pensamiento impresionada por los mimos que los militares ofrecían a los diez turistas que habían decidido tomar el riesgo de salir de Turtuk esa mañana.
Después de un vaso de té con galletas y de mostrar sinceras preocupaciones sobre el estado de ánimo de los extranjeros, un camión militar con dos españolas, un canadiense, dos israelíes y cinco coreanos llegó a Diskit. Desde allí los dos israelíes, el canadiense y las dos españolas compartieron un jeep hasta Leh. Mientras se acercaban hacia esa pequeña ciudad rodeada por una bonita cordillera nevada, I. pensaba que esas casitas en forma de caja parecían un sueño y que Turtuk, su otro hogar, quedaba ya muy lejos.
C. e I llegaron sanas y enteras a Leh. La única víctima que se cobró el viaje fue la tableta de I. quien, después de la evidente cara de «¡qué c*** ha pasado!», se calmó y empezó a reflexionar en lo que verdaderamente importa. A saber: Que ninguna montaña les había caído encima y que todas las cosas materiales se pueden reemplazar, no así las más de cien vidas perdidas en Jammu y Cachemira.
Una vez superada la cara de «¡qué c*** ha pasado!», I. está pensando en cómo reemplazar una tableta tan buena, bonita y barata como la que tenía y, sobre todo, en cómo financiarla. Por esta razón, de momento el blog queda parado hasta que I. pueda permitirse la compra de otra tableta que le permita seguir actualizándolo.
Si quieres ayudarla, a la tienda del blog han llegado unos preciosos foulares que te pueden ayudar a pasar un otoño e invierno calentito o pueden ser un regalo original de Navidad. Los beneficios irán destinados a financiar la nueva tableta de I. para que pueda continuar explicando su viaje.
No saps com t’admiro Irene. Et segueixo des d’abans de que comencessis el viatge.
Jo estic viatjant des de l’abril, i no sé quan tornaré. M’encantaria anar a l’India però de moment no m’hi atreveixo… Ets molt valenta!
Molts ànims i a veure si tens sort i vens molts mocadors!
Si vols seguir-me: Iris en ruta (al facebook), ara estic per Laos…
Una abraçada!
No cal que m’admiris, doncs no estic fent res que tu no estiguis fent ja 😉 D’Índia se’n diuen masses coses dolentes, però la realitat és que és un país apassionant. Cada regió és un món i un nou repte. És impossible aburrir-se. Si tens energia, no te’l perdis.
Quina aventura! per sort tot va acabar bé al final… però em puc imaginar l’estrés i la preocupació per tot el que estava passant, i també com el bon humor al final ho acaba fent més fàcil de superar. Ànims! esperaré la propera entrada! 😉
Buuuufffffffff!!!!!!
A C i a I els te que servir d’experiencia i consultar el temps abans d’emprendre una nova excursio.
Però llavors s’acaba la diversió.