Esta es una historia de perseverancia:
Marina llegó a Cuba un caluroso mes de agosto. Un proyecto solidario en una escuela de verano la llevó a quedarse un mes en la destartalada ciudad de Guanabacoa. Allí hizo amigos, intentó aprender a bailar salsa, se peleó con las guaguas, la doble moneda y los taxistas, y un cubano de nombre Gilberto le robó unos besos.
Al volver a casa le confesó a su hermana que se había enamorado.
Después de dos años de noviazgo, Gilberto decidió hacer un gran paso para acercarse un poco más a Marina: Pidió el pasaporte. Eso no le gustó a los directores de la Escuela Militar de Ingeniería, quienes le interrogaron sobre sus sospechosas intenciones:
– Dígame, ¿cómo consiguió el pasaporte?
– Pagándolo con mi dinero, coronel.
– ¿Para qué lo quiere?
– Para ir a ver el lugar en el que murió el Che en Bolivia.
– Mentira. Lo quieres para lo que lo quieren todos los cubanos: para irse a Estados Unidos.
– ¡No! ¿De donde ha sacado eso? ¿Yo he dicho eso?
– Usted está con una extrangera. -dijo el coronel sacudiendo un puñado de papeles que mostraban las palabras que Gilberto había estado escribiendo a Marina durante las últimas semanas. – Han hecho planes y quiere el pasaporte para irse de Cuba.
– ¡No! Pagué el pasaporte con mis ahorros y no tengo ninguna intención de irme. A Marina la conozco desde hace poco tiempo y no tenemos ningún plan.
– Nos tiene que entregar el pasaporte.
– ¡No! Ese pasaporte lo conseguí legalmente con mi dinero y no tengo que entregarlo a nadie. ¿Qué va a hacer? ¿Me va a negar la exposición de la tesis? ¿Me expulsará del servicio militar?
– Nada de eso, pero usted tiene que entregarnos ese pasaporte.
– Yo no tengo que entregarles nada.
– Gilberto, debe entregarnos el pasaporte. No hay discusión sobre eso.
– Les entregaré el pasaporte solamente si me firma un contrato que les obligue a devolvérmelo cuando termine mi tesis.
El coronel no mostró interés en firmar nada, así que Gilberto terminó la universidad con el pasaporte bien guardado en un cajón de su casa y con la esperanza de poder usarlo en cuanto terminara la carrera. Pero un pasaporte cubano no es suficiente para salir de la isla. España le pedía una carta de invitación, un visado y una lista de motivos para volver a a Cuba después de su visita a Europa. Por su parte, Cuba le exigía cierto compromiso laboral con el país si no quería perder parte de sus derechos. Parecía que el camino más rápido después de cinco años de noviazgo a través del océano era el matrimonio.
Marina hizo su quinto viaje a la isla para celebrar su boda en la iglesia en la que conoció a Gilberto con un traje alquilado, unas decenas de invitados, platillos de dulces y un pastel de merengue. Los granos de arroz lanzados a puños, la música y el vino dejaron paso a una lista de trámites para validar lo que un cura ya había sellado en su iglesia. Ahora Marina y Gilberto debían convencer a sus dos estados que su amor tenia una historia válida. Dos meses después de la boda, España seguía sin reconocer su matrimonio y Gilberto tuvo que despedirse otra vez de Marina desde el aeropuerto de La Habana.
Ocho meses más tarde, viendo que el estado español seguía sin reconocer su matrimonio, Gilberto decidió pedir el visado para reunirse con su esposa. Lo rechazaron. La última novedad que se sabe de esta historia casi desesperada es que Gilberto y Marina siguen insistiendo, cada uno desde su lado del océano, para que el estado les de su derecho a un final feliz.
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Ahora le toca el turno a una historia de misterio:
La camioneta frenó frente un par de árboles que soportaban milagrosamente el calor primaveral de Tabasco. Dos hombres y un niño abrazado a una pequeña mochila se unieron a los pasajeros mexicanos que esperaban con ansias volver a disfrutar del poco aire que el vehículo les expulsaba en sus caras. El conductor les pidió el dinero por adelantado y, por fin, cerró la puerta y siguió camino a la frontera con Chiapas. Diez minutos más tarde, una patrulla obligó al vehículo a parar. Los policías ojearon rápidamente a los pasajeros y pidieron la documentación a los dos hombres. Uno de ellos rebuscó en sus bolsillos. «No tenemos», dijo. «Bájense», respondió el policía. Los esposaron, cargaron el niño en un vehículo de ventanas enrejadas y dejaron que la camioneta siguiera su camino hacia Chiapas. «Tenían cara de hondureños», dijo un pasajero. «Yo pensaba que eran de Guatemala», dijo otro. «¿Qué le pasará al niño?». «Quién sabe… Seguramente los devolverán a Honduras y ya».
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Y, para acabar, una historia privilegiada:
Yo también iba en esa furgoneta de Tabasco. El ojo clínico del policía también me identificó como extranjera. Me pidió el pasaporte y me lo devolvió sin preguntas. Su compañero le insistió en que yo era extranjera. «Es española», le respondió. «Ah, española» y se disculpó con la mirada. Mientras el colectivo seguía su camino hacia Palenque, recordé mi primera frontera mexicana.
Fue en Tijuana. Me dejaron pasar sin preguntas y con una disculpa porque se les habían acabado los formularios. Las puertas de México estaban abiertas para mí si les daba mi palabra de que antes del domingo iría al aeropuerto a regularizar mi situación. Mi segunda frontera mexicana fue en Cancún. La cola de migración se alargó una hora y a los agentes no parecía importarles la impaciencia de los viajeros. Ponían todo su empeño en analizar la situación de los cubanos pidiéndoles todos los tipos de documentación posibles. La letra pequeña de las etiquetas en la ropa también eran buen material de estudio. Empecé a imaginar respuestas para las mil y una preguntas con las que iba a amenazarme el agente y creé una coartada convincente para justificar mis entradas y salidas de México. Cuando entregué mi pasaporte a la chica uniformada detrás del mostrador, solo recibí una rutinaria «Bienvenida a México».
«Es que ella es española», dijo una de las pasajeras del colectivo tabasqueño. «Bueno, si quieren fastidiar a alguien lo hacen sin importar de donde venga», le respondió su compañero. «Tengo el documento migratorio, no podían decirme nada», me justifiqué, avergonzada de que el origen de un pasaporte fuera una insinuación de posibles privilegios. Sin embargo, Gilberto estaba batallando desde hacía tres años para cruzar la primera frontera de su vida, a esos hombres les acababan de romper su sueño americano y yo llevaba cuatro años cruzando fronteras con la misma tranquilidad que quien va a comprar pan. Parecía que mi pasaporte tenía el poder de abrir puertas por derecho de origen, mientras que el de otros solo las cerraban. Quizás no podía permitirme una noche de hotel, pero en realidad viajaba con un billete de primera clase.
yamilka dice
Animo Gilbe…..la esperanza es lo ultimo que se pierde……ellos no podran mas que su amor……
Joan Francesc dice
Aquest mon esta ple de injusticies i privilegis, has fet un post fantastic, el que descrius es la realitat d’aquest mont en el que no tots som iguals!!
Irene Garcia dice
Gràcies!