Llegamos a Kargil después de pasar doce horas en un bus que había sufrido un pinchazo y dos avalanchas por el camino. Con el vértigo aún dándome vueltas por una cabeza llena de imágenes de valles poblados por nómadas y sus ovejas, tuvimos que negociar el precio del jeep que nos llevaría a Zanskar por 2000 rupias, primero, 1800, después, y, finalmente, por 1300 rupias. Como no acordamos nada con el conductor, pudimos cambiar de planes otra vez después de que un guía turístico ladakhí nos sugiriera llegar a Padum combinando tres modos de transporte diferentes: autobús local, nuestros propios pies y autoestop.
De repente los nombres que aparecían en el mapa entre Kargil y Padum cobraron interés. La idea de llegar a Panikhar en un autobús local para luego caminar cinco horas hacia Parkachik y, una vez allí, parar algún vehículo que se dirigiera a Padum, nos pareció más tentadora que subir en un jeep a las cuatro de la mañana para llegar a Padum al anochecer, habiendo disfrutado del paisaje al ritmo de las imágenes que correrían a treinta kilómetros por hora a través de la ventana.
Panikhar
Panikhar resultó ser un pueblo de cuatro casas dispuestas alrededor de una carretera por la que solo pasaba el autobús desde Kargil y algún camión de vez en cuando. El pueblo había vivido tiempos mejores: Cuando pasaban los jeeps y autobuses hacia Padum, la teteria se llenaba de conductores y viajeros que hacían una parada en el camino. Ahora los vehículos pasan por otra carretera que rodea el pueblo, la tetería ha desaparecido y fuera de la escuela es difícil ver más vida que la de algunas mujeres trabajando en el campo.
Parkachik
No teníamos muy claro cuál era el camino a pie hacia el siguiente pueblo, así que preferimos llegar allí en autobús local. Como es tradición en cada uno de mis viajes por las carreteras de India, por el camino se pinchó una rueda; pero antes de que anocheciera ya estábamos en un valle ocupado por poco más de cuatro casas. De ellas iban saliendo niños con las mejillas enrojecidas por el frío y animados por el aspecto de unas extranjeras cargando unas enormes mochilas o, quizás, por nuestra cara de sorpresa cuando el conductor nos dijo que allí no había ningún lugar para dormir: «Podéis dormir en el bus y comer aquí».
Después de mucho preguntar averiguamos que a dos kilómetros a pie había un refugio. Ante la posibilidad de que estuviera vacío, insistimos en que alguien nos acompañara hasta él. Finalmente nos enseñó el camino un chico del pueblo seguido de veinte niños y, al llegar, suspiramos aliviadas al ver aparecer al encargado. Cuando las necesidades de comida y techo estuvieron cubiertas, nuestros ojos se dieron cuenta de que estábamos rodeadas por montañas de más de tres mil metros de altura y que un trozo del cielo se había despejado para que pudiéramos ver la cima del Nun (un siete mil). En frente del refugio había cuatro casitas de adobe entre las que pastaban vacas y caballos. Para mí la definición de paraíso no son las playas de Tailandia, aunque considerando lo dura que es la vida aquí en invierno, quizás debería pensármelo dos veces antes de definir con ese nombre el pueblo de Parkachik.
Decidimos posponer nuestro viaje a Padum para visitar el glaciar y ver la cima nublada del Nun desde una de las montañas cercanas al refugio. En nuestros paseos por el valle nos acompañaron algunos grupos de niñas pidiendo diez rupias, chocolate, un bolígrafo o crema para estar bonitas. Más tarde llegaron un grupo de niños menos insistentes en la crema y los bolígrafos pero más curiosos por nuestra extraña forma de hablar. Por la tarde cambiamos a los niños por adultos: Un grupo de diecisiete vecinos de Kargil llegaron a Parkachik para acampar y disfrutar de un día lejos de la ciudad. Tomamos un té salado dentro de su haima mientras discutíamos sobre si los israelitas merecen tan poca estima como la que ellos demuestran por Palestina. Un tema muy recurrente en Cachemira y Kargil.
Padum
La única manera de llegar hasta Padum desde Parkachic era en autoestop, así que nos plantamos en la carretera a las siete de la mañana. La espera se hizo corta gracias a unas niñas curiosas. Entre dibujos, fotos, canciones y juegos, el tiempo voló y a las nueve nos sorprendió un camión que iba a Padum.
Dentro de la cabina había cuatro chicos de Cachemira, por lo que el viaje fue incómodo pero entretenido. Nos ofrecieron comida, té y una clase magistral sobre cómo conducir un camión. El viaje de más de diez horas por una carretera sin asfaltar no fue fácil, pero las vistas, la generosidad y la compañía lo hicieron más entretenido que viajar en un jeep compartido.
Finalmente llegamos a Padum y, en la oscuridad de las nueve de la noche, debíamos encontrar un lugar en el que dormir. El hostal más barato, según el propietario del camión, estaba completo, pero nos quedaba la opción de dormir en la casa de la família de su amigo por 800 rupias. Estábamos a punto de aceptar la oferta cuando de repente el conductor nos pidió mil rupias por el viaje. Nuestra alegría se convirtió en desconfianza y decepción; unos cambios de ánimo a los que ya debería estar acostumbrada después de cuatro meses viajando por India.
Pero cuando en India recibes una bofetada, enseguida aparece alguien que alivia el golpe. Esa fue la tarea de Asif, uno de los chicos que viajaba en el camión y que asumió que la situación era incómoda tanto para él como para nosotras. Negoció con el conductor testarudo unas 500 rupias y luego nos acompañó a casa de la família para regatear con la señora un precio más justo por una habitación con cuatro colchones en el suelo y sin ducha.
Al día siguiente Padum amaneció iluminado por un intenso sol. Parecía increíble que la vida se desarrollara con tanta normalidad en ese remoto valle rodeado de grandes montañas desérticas. El aire polvoriento me hacía estornudar y por sus cuatro calles se movían los jeeps transportando a numerosos grupos de turistas italianos. Quizás le faltaba la tranquilidad de Panikhar y Parkachik y sus calles no dejaban entrever el encanto de ese valle con el que llevábamos cuatro días soñando, pero Padum ya merecía la pena por el largo viaje que improvisamos para llegar a él y por la buena lección que este nos había enseñado: El camino largo siempre es el mejor para llegar al fin del mundo.
Hola Irene. Hacía tiempo que no leía tus posts porque ahora que he vuelto a Inglaterra y empezando una nueva vida, no tengo tiempo de nada, pero este tenía que leerlo. Me ha encantado la experiencia que nos cuentas, y las fotos son impresionantes. No sabes qué ganas tengo de aventurarme por esa parte de India, menos turística, más auténtica y con esas montañas tan increíbles, yo que soy una enamorada de las montañas. No sabes que envidia me das, pero ya me adentraré por allí algún día. Eso sí, no sé qué tal lo pasaría yo por esas carreterillas al lado de precipicios, ya lo pasé mal en las de Perú, que tampoco se quedaban cortas. Lo de que os pidieran dinero los del camión, entiendo totalmente cómo te sentías, nos pasó en la India a menudo, aprovechan la menor oportunidad para sacar dinero al turista. Aunque es cierto que siempre se compensa de alguna forma con excelentes personas que también aparecen en tu camino. Un abrazo!
Ves a Ladakh! Ves a Ladakh! No se me ocurre mejor consejo que darte. Es un lugar único y, para mí, una de las mejores sorpresas del viaje. Sufro de vértigo y las carreteras no fueron fáciles, pero el truco está en no mirar hacia a bajo, si no hacia arriba. Ya verás que con el paisaje pronto te olvidas que estás a más de cinco mil metros de altura 😉
Me encanta tu reflexión final!
¡Gracias! Qué ilusión verte por aquí, pero aún me haría más ilusión volveros a ver en persona 😉
Definitivamente tengo que volver por India y recorrer este tipo de rincones mucho más rurales que la ruta clásica. Bonito relato 😀
En cuanto sales del recorrido mochilero, India te deja (aún más) con la boca abierta. Cachemira y Ladakh han sido todo un descubrimiento.
¡Abrazos desde Leh!
Encara estic amb la boca oberta!! Quins paisatges mes maravellosos!!! Quines aventures!!! Quina carretera!!!! Que be t’expliques!!!
I el que encara ens queda per veure 😉